En plena adolescencia, cuando las hormonas están en plena ebullición y los calores se nos suben en menos de nada, conocí a un chico. Era un chico alto, de pelo corto y ojos marrones. No era el típico guaperas de gimnasio ni el típico que venía en moto al instituto. Era más bien tímido y simpático, tenía un gran sentido del humor y ni una pizca de chulería. No destacaba quizás para nadie, pero sí para mí.

Me acostumbré a mirarle por los pasillos reír con sus amigos y alguna chica de su edad. Muchas veces me encontraba dando vueltas a un patio minúsculo solo por verlo varias veces más y desde todas las perspectivas. Mis amigas sabían de sobra que por dónde yo pasaba él andaba cerca porque siempre terminaba buscándolo entre la gente. Él ni siquiera sabía que yo le miraba, siempre he sabido ser muy discreta.

El caso es que llevaba ya varios meses detrás de este chico cuando una tarde, fuera del instituto, mis amigas y yo fuimos a una sala de recreativos que había en el centro de la ciudad dónde vivíamos. No íbamos a menudo pero sí alguna vez que otra y esa tarde habíamos decidido ir un rato. Al llegar allí nos encontramos con un grupo de amigos de nuestro instituto.

No hace falta que diga que se me pusieron las mejillas del color de un pimiento asado en cuanto me di cuenta de que entre ese grupo de amigos aleatorio que había decidido ir al mismo sitio que nosotras, el mismo día y a la misma hora, se encontraba EL chico. De entre los 4 o 5 guaperas que estaban en medio de la sala para mi se había hecho un pasillo y solo podía visualizarlo a él.

 Mis amigas se dieron cuenta al instante y me miraron como diciendo: ¡Ahí lo tienes!

Sabían de sobra que no iba a atreverme a hablarle pero las pobres intentaban animarme. No lo consiguieron, pero al rato fueron ellos los que se acercaron y empezaron a hablar con nosotras. Llevábamos ya un rato allí cuando nos sentamos todos juntos a charlar. Yo estaba flipando, me encontraba súper bien dentro de todo el grupo pero no podía estar más tensa.

A partir de esa tarde empezamos a quedar para vernos más veces y así poco a poco fuimos formando un solo grupo en el que quedábamos todos juntos.

Yo seguía volviéndome loca por el chico de siempre y ahora que hablábamos a menudo más todavía. Sin embargo, notaba que mis amigas ya no insistían tanto en  que le hablase o le dijese algo. Era como si hubieran asumido que total él no querría nada conmigo.

Una tarde dando una vuelta con una de ellas como otros tantos días, noté que estaba intentando decirme algo pero que no sabía cómo empezar.

Le pregunté qué pasaba y entonces poco a poco fue soltando lo que le estaba pasando. Durante estos meses había cogido mucha confianza con el chico que a mi me gustaba, hablaban a menudo y en algunas ocasiones también a solas. No había pasado nada pero ella me confesó que sentía algo por él y que no quería hacer nada porque no quería hacerme daño a mi. Ni siquiera le había dicho nada a él no sabía si él sentía algo pero el simple hecho de fallarme a mí le estaba dando bastantes dolores de cabeza.

Ese día entendí que no tenía sentido estar como yo estaba por alguien que nunca se había girado de más a mirarme. Hablé con mi amiga y le dije que no se preocupara por mí, que no me parecía mal y que intentaría averiguar un poco lo que él sentía para que ella se sintiera segura.

Así fue como empecé a hablar más con el chico que me gustaba…intentando sonsacarle algo sobre sus sentimientos. Y me gané su confianza. Terminó diciéndome que le gustaba mi amiga pero que pensaba que ella no sentía lo mismo así que con todas las cartas sobre la mesa un día quedamos antes de que llegaran los demás y en cuanto tuve oportunidad los dejé solos.

La magia salió sola y en cuanto los demás llegaron me uní a ellos y todos nos dimos cuenta de lo que había pasado. La verdad es que, en el fondo, fue bonito saber que de alguna manera fui cómplice de una historia que salió bien, aunque en ese momento yo me hubiese roto un poquito el corazón.

Kerasi