Hola chicas, chicos y chiques. Soy consciente de que estos temas de espíritus os gustan más a unes que a otres pero tenía que contarlo.

Enero de 2020, sí, una pandemia acecha pero yo en ese momento no sabía nada. Fuimos al pueblo a celebrar el 101 cumpleaños de mi abuelo.

Mi abuelo, qué decir. Es la persona que me ha enseñado TODO en esta vida. Me daba pan aún cuando no tenía dientes, comíamos galletas a escondidas antes de comer y siempre me dejaba pintarle las uñas. Le hacía grandes desastres pero las lucía orgulloso por la calle, incluso entre sus amigos.

Falleció a finales de ese mismo mes de enero, de forma repentina. No penséis que con 101 años estaba postrado en cama. Hasta hace unos años labraba su propio campo, cuidaba de su casa del pueblo y entró por voluntad propia en la residencia siendo el alma de la fiesta de la misma.

Me costó aceptarlo, asumir que él ya no estaba y con ayuda de terapia y tiempo pensé que lo había superado. Una parte de mí seguía triste, le faltaba algo y llegó el día en el que mi familia quiso vender la casa de mi abuelo. Esa casa en la que había pasado todos los veranos de niña. En la que había aprendido a plantar lechugas, zanahorias, a ver las estrellas por las noches y a cuidar de mí misma.

Mi familia atrasó la venta de la casa debido a la pandemia pero el tiempo pasó y yo me negaba rotundamente a deshacerme del único recuerdo que me quedaba de esos años. Así que decidí ir al pueblo y recordar viejos sentimientos.

Pasé un día entero allí, contemplando el campo, los detalles de la casa que mi abuelo había decorado a mano. Tocando las fotos en blanco y negro que tenía con sus hermanas y una foto en el salón en la que me cogía en brazos, sonriendo, como si yo fuera lo más bonito que había visto en su vida.

Esa sonrisa hizo que me derrumbara, que acabara llorando desconsolada en el sofá de aquel salón enorme y vacío y en el que acabé quedándome dormida.

Soñé que llegaba a esa misma casa y en la puerta estaba toda mi familia entregándole las escrituras a un hombre del pueblo. Yo gritaba, intentaba que entraran en razón y que no la vendieran, lloraba porque no podía impedirlo y me sentaba en el suelo, rendida. Pero alguien me tocaba la cabeza, me hablaba suave y me decía que no pasaba nada, era mi abuelo, pero estaba como cuando tenía 70 años. Él me ayudaba a levantarme, como cuando me caía con la bici cuando era pequeña, me abrazaba y me decía: ‘me siento mejor que nunca, ya no hay nada que me ate aquí, vende la casa, no la necesito y tú tampoco’. Me tocó la cabeza de nuevo, me llamó “mi niña” y desperté de golpe.

Desperté sintiendo a mi abuelo abrazarme, escuchándole claramente como si me hubiera susurrado hace unos segundos y noté que la zona en la que me había tocado la cabeza aún estaba caliente.

Volví a visitar a la familia y vendieron la casa. Fue la despedida más bonita.

Anónimo

 

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