Quiero que viajéis conmigo en el tiempo, exactamente a hace ahora 365 días. Allí me encontraréis a mí, me llamo Paula, y vengo a contaros cómo fue ese ir y venir de sucesos hasta que llegué a encontrarme a mí misma besando apasionadamente al que hasta hacía poco tiempo había sido mi enemigo número uno.

Para ser completamente sincera, Carlos y yo no es que fuésemos enemigos de esos de tirarse los trastos a la cabeza. Más bien habíamos empezado con mal pie, con muy mal pie. Todo por culpa de un trabajo que nos exigía un perfil tremendamente competitivo y que, con la llegada de Carlos, me hizo comportarme con él como si fuese el mayor de mis males.

Yo llevaba por aquel entonces ya unos 5 años trabajando en el departamento de ventas de una farmacéutica. En el ambiente se sentía un ascenso importante para alguno de los miembros del equipo y, si bien yo siempre he sido muy estricta en mi trabajo, desde que aquella idea rondaba por la oficina, me había convertido en una compañera literalmente insoportable. Lo digo ahora, sí, consciente de que pude haberme currado mucho más mi posición en la empresa sin necesidad de volverme una zorra hija de puta con la que no querrías tomar ni un café.

Quizás por eso cuando vi entrar a Carlos por la oficina mis alarmas saltaron una tras otra. Un chico que venía recomendado de otra firma similar, con experiencia, don de gentes y un buen fajo de cartas de recomendación bajo el brazo. Cuando yo ya creía tener todo controlado con el resto del equipo se me venía encima aquello. Activé mi escudo de gilipollas que no quiere saber nada más allá de su ordenador y sus ratios de ventas y apenas lo saludé intentando dibujar una forzadísima sonrisa.

Carlos era, por supuesto, todo lo contrario. Él llegaba cada día a la oficina y saludaba con tiempo a todos los miembros del equipo. Ayudaba, daba ánimos, pedía consejo a otros aunque era evidente que él sabía por completo las respuestas… Era como el compañero que todos quieren tener a su lado. Todos salvo yo, que seguía empeñada en que no me apetecía ni un poco conocerlo. Mis compañeras empezaban a comentar entre ellas que Carlos era demasiado perfecto para ser real, que si estaba buenísimo y que encima hacía estupendamente bien su trabajo, que era lo que le faltaba a nuestra oficina. Poner los ojos en blanco y seguir a lo mío comenzó a ser mi constante. Y como era de esperar, cuanto más se adaptaba Carlos a nuestro equipo de trabajo, más nos alejábamos mis malas caras y yo.

Llegado a este punto imagino que estaréis empatizando muy poco conmigo. No os culpo, a ver quién va a soportar a tremenda estúpida. Vamos, ni regalada. A mi favor diré que no siempre he sido así. Tengo 31 años y hasta hace aproximadamente 4 yo era una más de esas que podrían estar sonriendo feliz a Carlos para darle la bienvenida a su nueva oficina. El problema es que a menudo la vida nos zarandea de tal manera que nos hace cambiar procurando siempre sobrevivir. En mi caso era evidente que todavía no había superado un desamor de esos que te hacen replanteártelo absolutamente todo. Claro que haber pasado por una relación tormentosa que casi me había costado la salud mental no me daba derecho a convertirme en una perra insoportable, pero aquel era mi escudo protector y la verdad era que en 4 años nadie se había atrevido a intentar romperlo.

Vivía sola, huyendo un poco de los nada exitosos intentos de mis padres por volver a verme sonreír. De vez en cuando salía con mi hermana, que se acercaba a mi casa con alguna excusa sin sentido para echarme alguna bronca por el desorden de mi apartamento y terminaba tirando de mí hasta algún garito de esos que dicen ser ultra cool pero que al final no son más que tascas con comida prefabricada y cerveza mal tirada. ¿Lo veis? No se puede ser más rancia. Vale, adoro a mi hermana y me encantaba que supiese rescatarme cuando más lo necesitaba.

Pero si regresamos a Carlos y a su vida en la oficina tendremos que llegar a ese día del mes de octubre en el que nuestro jefe directo nos citó en su despacho. Primero dijo mi nombre, y un cosquilleo de éxito recorrió todo mi cuerpo, después lo nombró a él y la rabia más absoluta me inundó por completo. Carlos se acercó a mí e intentó bromear con la idea de que a ver qué era la que habíamos liado, pero yo en lo único que podía pensar era en que todo mi trabajo de los últimos años se iba a ir a la mierda por culpa de aquel hombre encantador.

La realidad fue bien distinta. En la empresa se habían percatado de mis buenas cifras y de la calidad del trabajo de Carlos por lo que pensaban que seríamos el tándem perfecto para un nuevo e importantísimo proyecto. Como era de esperar, mi compañero respondió muy positivamente a aquella propuesta que, si bien no era un ascenso propiamente dicho, sí que nos haría subir un nivel en nuestra posición en la oficina. A mí digamos que no me quedó más remedio que aceptar, escuché en silencio las líneas de trabajo que nos solicitarían y no dejaba de pensar en la cantidad de tiempo que me tocaría trabajar junto a Carlos, codo con codo, incluso compartiendo los escritorios de nuestros ordenadores.

Al salir por la puerta de aquel despacho, la nueva uña de mi carne me tendió la mano en señal de equipo que trabaja unido. Le devolví el gesto y para mi sorpresa él tiró ligeramente de mí para acercarme con sutileza hacia él. Por sorpresa, pude escuchar su voz en mi oído.

‘Vaya un plan, señorita Paula…

Lo miré desubicada y vi como aquel hombre esbozaba una sonrisa que parecía indicar que aquello era una especie de plan muy bien montado por una mente calculadora. En aquel instante mi impulsividad y mi mal humor se unieron haciéndome responder con todo mi mal genio unido. Tomé de la mano a Carlos y lo empujé directo hacia el baño de mujeres, que se encontraba justo a nuestro lado.

Que te quede claro, colega, he aceptado este proyecto porque me gusta mi trabajo y quiero ese ascenso por encima de todas las cosas. No he venido a jugar, no he venido a perder el tiempo, y mucho menos a ligar con un idiota vestido de Hugo Boss ¿necesitas que te lo explique mejor?

Carlos me miraba claramente sorprendido pero en absoluto asustado por la violencia de mis palabras. Si tengo que volver a ser sincera, aquello me frustraba todavía más.

Entonces la idea es que dejemos claro todo ¿verdad? En ese caso no, no quiero ligar contigo, tampoco me apetecía esta mañana trabajar a tu lado, pero si te he dicho lo que te he dicho al salir de la reunión ha sido por romper el hielo. ¡Eres un puto témpano! Voy a pasar contigo muchas horas del día y me impones una barbaridad. Puede que mi forma de hacerlo no haya sido la más adecuada, y te pido perdón si te he ofendido. Pero no te confundas conmigo, no soy ningún gilipollas, visto como me da la gana y no me creo más que nadie. Si tienes esa imagen de mí, vas por muy mal camino.

Permanecimos un segundo en silencio y acto seguido ambos prácticamente a la vez nos pedimos disculpas por haber sido unos absolutos imbéciles. De pronto la imagen de Carlos se volvió algo más serena para mí, aunque claro, todavía no habíamos empezado a trabajar juntos.

Fueron las semanas más extrañas de toda mi existencia. Carlos y yo pasábamos juntos tanto tiempo que mi cabeza ya se había acostumbrado a aquel olor a perfume caro de hombre. Discutíamos cada dos por tres, incluso por tonterías que apenas constarían en el proyecto. Me ponía frenética que me pidiese explicaciones de cada uno de los pasos que yo estaba dando mientras él asentía con la cabeza como dándome el visto bueno. Yo se la devolvía con la misma moneda, revisando sus aportaciones y poniendo en duda el trabajo que, claramente, le había llevado horas y horas de cálculos y números. Ambos sabíamos que volvíamos a ser unos idiotas redomados y que nos estábamos dejando llevar por la poca profesionalidad. Jamás estaré orgullosa de aquello, o al menos de lo mal que me comporté cuando lo único que tenía que hacer era trabajar a tope de la mano de una persona que, en verdad, valía muchísimo para lo que hacía.

Había días en los que nuestro jefe entraba en el despacho seguramente llevado por correos electrónicos contrapuestos llegados de Carlos y de una servidora. Era obvio que quizás en lo profesional podíamos funcionar a las mil maravillas, pero no habíamos encontrado la forma de hacerlo. Nuestros egos podían más que todo aquello, y lo peor de todo era que cuando nos calmábamos, cuando trabajábamos serenos y sin afilarnos las uñas, podíamos hasta disfrutar de lo que estábamos haciendo.

Las semanas se sucedían y nosotros entregábamos los reportes de nuestros avances cumpliendo con las fechas programadas. Al final, con nuestros más y con nuestros menos, las cosas iban saliendo y los resultados parecían gustar a los de arriba. Carlos y yo lo celebrábamos a nuestra manera, al principio con un gesto de victoria individual, y con el paso del tiempo, pasando del apretón de manos a un abrazo enloquecido.

Era más que evidente que tanto él como yo estábamos guardando las distancias. Apenas hablábamos de nuestra vida más allá de aquella oficina. Yo no tenia ni idea de si aquel chico tenía una familia esperándole en casa, si llevaba mucho tiempo viviendo en Madrid o si echaba de menos su Andalucía natal (su acento lo delataba). Carlos tampoco intentaba siquiera indagar en nada que tuviese que ver con mi vida personal, era evidente que aquella conversación que habíamos tenido en el baño había marcado los límites por completo. O al menos lo hizo hasta aquella mañana del mes de diciembre, cuando mi teléfono sonó sin cesar tono tras tono.

Continuará…

Fotografía de portada