Si me lo cuentan a mí no me lo creo, porque esta historia es tan surrealista que parece sacada de una película cutre. Pero no, sucedió en la vida real. Y el protagonista es mi niño, junto con la persona que, después de una cuidada y muy meditada selección, contratamos para que le cuidara unas horas por las tardes. Las mañanas las pasaba conmigo, pero necesitábamos cubrir el hueco entre que yo me tenía que ir al trabajo y mi marido llegaba del suyo.

A mí aquella chica me gustó desde el primer momento, me daba buen rollo. Era jovencita, pero tenía experiencia y se le veía cariñosa y responsable. A mi chico le gustaba más otra de las candidatas, una señora que a mí me parecía demasiado mayor. Está claro que, si hay una próxima vez, dejaré el asunto en manos de él.

El tema es que nos decidimos por esta chica y, en principio, todo bien. Empezó unas semanas antes de que me incorporase a mi puesto. Así pude aprovechar para hacer recados, ir conociéndonos, ver qué tal con el nene y esas cosillas. Para cuando tuve que volver al trabajo, yo ya estaba más que tranquila. Me fiaba totalmente de ella.

Y mi marido también. Cuando llegaba a casa el niño estaba feliz y contento, merendado y hasta paseado. Porque la chica era bastante estricta con los horarios y, salvo que cayeran chuzos de punta, siempre lo llevaba al parque y a dar un buen paseo para que durmiera la siesta. Lo cual a mí me parecía fenomenal. Me gustaba que el peque tuviera su ratito diario al aire libre entre semana, porque nosotros no siempre podíamos salir con él. Entre semana, el fin de semana sí.

 

Y fue un sábado, a la vuelta del paseo matutino para ir a los columpios y a por el pan, cuando nos encontramos con uno de los vecinos y este se paró un rato a hacerle monerías al niño. Fue raro, porque normalmente no nos decíamos más que hola y adiós. Estaba a punto de decirle que teníamos que entrar para darle de comer cuando nos miró con cara rara y nos preguntó: ¿Este no es el niño que está siempre en la puerta de la iglesia de San Francisco Javier?

Mi marido y yo nos quedamos en plan ‘pobre, el vecino está senil’. Le dijimos que no, obvio que no. Sin embargo, el señor no se quedó demasiado convencido e insistió en que, si no era él, era un bebé muy parecido y que tenía el mismo gorrito.

¿Nos quedamos rayados? Nos quedamos rayados. Así que pedí un permiso en el trabajo y me dispuse a seguir a la muchacha en cuanto saliera de casa. Me escondí en un portal cercano y esperé allí, que solo me faltaban las gafas negras y el periódico con los agujeros para los ojos. No obstante, con más miedo que vergüenza, les seguí unos cuantos metros por detrás, con mucho cuidado de que no me viera y rezando para que mi vecino estuviera equivocado. La chica salió tan tranquila, con mi peque bien atado en su sillita. Se metió al parque, lo columpió unos quince minutos y volvió a meterlo en el carro. Justo cuando yo me fustigaba por haber tenido siquiera la sospecha de que lo que nos habían dicho pudiera ser verdad, giró en dirección contraria a nuestra casa.

 

En la esquina de la calle de la iglesia de San Francisco Javier, se paró a un lado, se puso una sudadera enorme y muy gastada, se hizo una coleta baja y cargó al niño en brazos. Luego dejó el cochecito entre dos contenedores, se fue hacia la puerta de la iglesia y se sentó en el suelo con el niño dormido en los brazos.

Yo no sé si de verdad necesitaba más pruebas o si estaba paralizada por la indignación. El caso es que no reaccioné hasta que le vi extender la mano para pedirle unas monedas a un viandante.

Después corrí a coger a mi bebé y me marché corriendo a mi casa. Creo que ni siquiera le dije nada.

Obviamente no le pagamos el mes que le debíamos y ella tampoco dio señales. No os quiero contar el casting que hice para contratar a la siguiente…

 

Artículo escrito por una colaboradora basado en una historia tan real como la vida misma de una persona que prefiere mantenerse anónima.

 

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