Pensaba que no me gustaba usar las máquinas del gimnasio porque es una actividad más monótona y solitaria que las clases dirigidas. Pero he descubierto el verdadero motivo por el que las evito: los “gymbros” y otras especies de gimnasio que habitualmente tienen algo en común, y es el sexo. Sí, son hombres. Podría disfrutar de un par de sesiones semanales con mi música y mis pesas, pero evito ir a la sala por no toparme con ellos.

Os pongo en contexto: el gimnasio al que voy es un gimnasio de pueblo con sus piscinas y su sala multiusos con espejo, pero las dos salitas que tiene con máquinas de cardio y musculación son pequeñas. Con un gimnasio así, lo bueno es que los monitores conocen a todo el mundo, proporcionan un trato familiar y ofrecen consejos y rutinas personalizadas. Lo malo es que, para hacer las rutinas, tienes que coincidir en un espacio reducido con cierta fauna.

Una de las últimas veces que hice máquinas coincidí con uno de estos tipos musculosos que creen que el gimnasio es suyo. No exagero cuando digo que estaba utilizando, al mismo tiempo, un tercio de la sala. Ya digo que es pequeña, y él tenía la botella en una máquina, la toalla en otra y, a la vez, estaba usando una tercera. A todo esto, vociferando jadeos en cada repetición y respirando como si quisiera llevarse todo el aire de la sala y dejarla envasada el vacío, con toda la gente dentro.

Cohibida

Aquel hombre tenía un par de máquinas que yo quería usar bajo su jurisdicción personal. Yo alteré mi rutina un par de veces o tres, esperando a que terminara, hasta que me subí a una cinta andadora que tenía que usar ya al final. En cada paso, mascullaba mi indignación: que no podía ser, que cómo era posible que tuviera ocupado un tercio del gimnasio, que debería ir a decirle que pensaba usar una de las máquinas y que ya estaba bien de ceder.

Me cuesta mucho asumir este tipo de “enfrentamientos sociales”, he de decir. Soy de las que prefiere callar y esperar o pasar un tupido velo por blindar mi paz mental. Así que, en aquel momento sobre la cinta, como estaba decidida a “enfrentarme” al “gymbro”, me había puesto nerviosa. A punto estaba de bajarme de la máquina e ir hasta él cuando, para mi alivio absoluto, aquel cogió sus cosas y se fue.

Me podéis llamar exagerada, pero, en el tiempo que llevo yendo a ese gimnasio, he visto:

  • Hombres gritando mientras hacen ejercicio hasta el punto de intimidar.
  • Hombres moviéndose libremente por el espacio donde se ejercitaban mujeres, hasta rozar lo invasivo.
  • Hombres dejar una máquina empapada de su sudor y no tener el cuidado de colocar su toalla antes, o limpiarla con papel después (hay papel higiénico y espray hialurónico desde la pandemia en varios puntos de la sala).
  • Un hombre escupir en un rincón de la sala, en interior.

Y que sí, que “not all men”, pero, en el gimnasio, los que tienen comportamientos cuestionables casi SIEMPRE son ellos. En dos años de visitas regulares a este gimnasio, solo puedo contar una anécdota con otra mujer que ni siquiera es reseñable: me dijo que ella ya había puesto su bote de agua en la bici de spinning en la que yo pensaba subirme, antes de haber visto el bote. Lo hizo con toda la educación y una sonrisa amistosa.

Espacios de hombres

No es casual que siempre sean ellos los que tienen este tipo de comportamientos en determinados sitios. Los hombres están acostumbrados a copar todos los espacios compartidos y moverse libremente por ellos, sin oposición alguna. Especialmente, los espacios deportivos. Es un dominio tan arraigado culturalmente que ni siquiera se lo plantean. Es más, si alguno me está leyendo, es posible que me llame “exagerada” y “antihombres” antes de reflexionar al respecto.

Lo tienen muy interiorizado porque se comportan así desde que son pequeños. Muchas niñas de mi generación (los 90) y anteriores han crecido en las orillas de los parques, los patios del colegio o los campos de fútbol del polideportivo municipal. De pequeñas, nos costaba acercarnos a interactuar por no enfrentar su oposición, por temor o porque ya íbamos advertidas de casa de lo brutos que son los niños. ¿Quién querría exponerse a una balonazo para marcar territorio? Solo jugábamos al fútbol con ellos cuando ellos nos aceptaban, nada de iniciativa propia y, mucho menos, de sesiones únicamente femeninas en SUS espacios. Hay estudios que apuntan cómo se construyen los roles de género desde el patio del colegio, así que no exagero nada.

De aquellos barros en la infancia, estos lodos en la adultez. Aquellos niños “brutos” que jugaban al fútbol a pelotazo limpio para hacer valer su fuerza, hoy son adultos acostumbrados a copar ciertos espacios comunes sin que nadie les tosa. El mundo es suyo, punto. Han crecido pensándolo y constatándolo a cada paso.

En fin, hombres: cuestionad mínimamente vuestra actitud. Y mujeres: comencemos a reivindicar espacios que también nos pertenecen y a ocuparlos sin miedos ni prejuicios.

Azahara Abril

(Instagram: @azaharaabrilrelatos)