Venía de visitar a mi pareja en el trabajo, era un domingo, fiesta en mi ciudad, llovía, nadie en la calle. Iba feliz a casa cuando al doblar la esquina de mi calle escucho: “GOOOORDA”.

Así, en mayúsculas, porque el desprecio con el que ese hombre pronunció esas dos sílabas fue mayúsculo.

Tengo que admitir que fue la primera vez que sentí que realmente me daba lo mismo, de hecho me reí y le mande un audio a mi mejor amiga contándole la situación de manera cómica. Pero cuando recibí la respuesta de mi amiga no me lo podía creer.

Ella, la diosa, una mujer fuerte, guapa, valiente. A ella le pasaba lo mismo, y a menudo.

Me contó como, cada vez que salía de fiesta, alguien le decía esa palabra. Me contó que ya lo tenía asumido, que era así, y que le pasaba cada vez que se iba de copichuelas.

Y ahí sí que no.

Me vi reflejada en sus palabras. ¿Por qué le quitamos importancia? ¿Por qué asumimos que eso va a ocurrir y que no pasa nada? Recordé como me había reído esa tarde contándole la anécdota y me sentí fatal.

Nadie tiene derecho a ir por la calle haciendo apreciaciones sobre el aspecto de la gente, y contándoselo, por si no se había dado cuenta. Y es que es así, yo estoy gorda, lo sé, tengo una talla 48, problemas para comprar en las tiendas ortodoxas, siento las miradas en la playa, en el gimnasio y en la calle. Soy gorda. Pero eso no quiere decir que cada vez que salga a la calle quiera que alguien me diga que lo soy, al igual que alguien con la nariz grande no le apetece que se lo digan en cada esquina o alguien rubio, o alguien alto, o alguien de ojos marrones, necesita que le recuerden su apariencia a cada paso.

– “¡Eh tú, ojos marrones!”.

¿Os lo imagináis? Pues si os resulta ridículo ese comentario, imaginad cuando es por algún rasgo físico que no es socialmente aceptable, véase, la gordura.

Vamos por la calle y aprovechamos la oportunidad para gritarle a un desconocido algo que consideramos un defecto en su persona. ¡ES INCREÍBLE!

Tengo que añadir que mi amiga y yo además llegamos a una conclusión: sólo nos pasa esto cuando vamos solas por la calle.

Por supuesto. Estos seres divinos, supremos, se creen con capacidad para juzgarte, de decidir lo que necesitas, lo que tienes que oír, lo que tienes que ver, lo que quieres. Pero para estar en esa posición de superioridad moral (totalmente inventada por sus grandes o tal vez diminutos egos), necesitan que estés sola, que no haya nadie a tu alrededor que te pueda decir que esa no es la verdad, que te lo creas. Esa es la farsa. Necesitan que creas que ellos tienen un poder por decirte algo que tú ya sabes.

Y así es como se repite la ley del más fuerte, o más bien, la ley del más poderoso.

Chicas, por favor, la próxima vez que os ocurra algo parecido, recordad que NO ESTÁIS SOLAS. Esas personas no tienen ningún derecho a deciros nada, y vosotras tenéis el poder para no escucharlo. Solo vosotras tenéis poder para juzgar vuestros cuerpos, para observarlos y mimarlos, para quereros y para desmontar a todos estos seres de las cavernas.

 

Ms Potato