¿Vosotras os acordáis de la serie “Compañeros”? ¿Os podéis creer que es la serie a la que le debo uno de los mayores traumas de mi vida y yo ni siquiera la veía?

Pues eso, “Compañeros” me pilló muy peque, creo que lo que os voy a contar pasó cuando yo tenía unos 11 o 12 años. Casi todas mis compañeras de clase veían la serie, yo no podía verla porque no me dejaban en casa (menos mal, también os digo), pero al día siguiente pues siempre comentaban un poquillo lo que había pasado en el capítulo de la noche anterior.

Un día, mis compañeras llegaron con una idea genial: jugar a la ouija, porque lo habían visto en “Compañeros” y querían probar.

¿Qué podía salir mal? Pues todo, obviamente.

Éramos niñas, minúsculas, pero nos disponíamos a “jugar” a la ouija que una de ellas había pintado en el pupitre con lápiz. La verdad que la creatividad era envidiable, no vamos a negarlo. Allí que pintaron el tablero, sobre aquella mesa verde, y con una goma de borrar a modo de vaso (Milán nata, por supuesto), comenzamos a jugar.

  • ¿Hay alguien ahí? – preguntaba muy seria la que llevaba la voz cantante mientras todas dejábamos nuestro minúsculo índice reposando sobre la goma.

Y la puta goma que se mueve al “sí” que habían garabateado. La madre que me parió. No cabe duda de que la goma la había movido una de nosotras, ¿verdad? Eso lo pienso hoy, claro, pero entonces me invadió el pánico.

Tras un rato “jugando”, la ouija nos había contado que en el cole había un fantasma de una niña (¿o era un niño?) que había muerto allí. Acabo de buscar el capítulo de “Compañeros” y más o menos la historia era la misma, vaya copiota el pupitreouija.

¿Pensáis que así acabó la cosa? Pues tampoco.

Una de las niñas que había jugado empezó a emparanoiarse a un nivel realmente preocupante. Un día, mientras el profesor estaba explicando algo, ella se puso a gritar mientras señalaba el crucifijo que había sobre la pizarra, no era un cole religioso, pero teníamos crucifijos, yo qué sé. El profesor la llamó a su mesa preocupado, ella se acercó con los ojos desorbitados por el pavor mientras señalaba el crucifijo y decía: “míralo, está verde y da vueltas”.

Obviamente ni estaba verde ni daba vueltas, pero todos los demás nos cagamos vivos. Y cundió el pánico. Y se reunieron los padres y los profesores y llegó lo peor: la prohibición. No podíamos volver a jugar a la ouija. ¿Y qué pasó después? Pues que empezamos a hacerlo todos los días. Pero ya no era la ouija, ahora era otra cosa que no recuerdo exactamente cómo se llamaba y quiero desde aquí dar las gracias a mi cerebro por haberlo olvidado, porque me ha perseguido durante años.

En este juego, formábamos un corro e íbamos poniendo en el centro, una mano encima de la del compañero. Después llamábamos a esa “entidad” que nos iba a contestar, recuerdo que era un nombre normal de hombre, pero soy incapaz de recordar el nombre en sí. Decíamos dos veces “ven Fulanito” y después preguntábamos si estaba ahí, si las manos se movían en una dirección era que sí, si se movían en la otra o no se movían era que no. Volvimos a preguntar por el fantasma, nos dio todos los detalles de su muerte y esas cositas normales para unos niños de 11 años, repito.

Yo estaba totalmente acojonada con todo aquello, pero no podía parar. ¿Cómo me iba a quedar fuera de algo que hacían todos mis compis de clase? No, no y no.

Hasta que una compañera llegó un día llorando a clase. Dijo que no iba a hacerlo nunca más porque le había pasado una cosa por la noche y que no quería saber ya nada más de eso. Alguno se reía de ella mientras lo contaba, pero muchos nos mirábamos asustados, queriendo ser el siguiente valiente en abandonar o que todo aquello parara ya.

Y otra noche, me tocó a mí.

Estaba en mi habitación, que daba directa al salón. Mi madre estaba trabajando y solo estábamos mi hermana pequeña y yo en casa. Nos habíamos ido a dormir hacía poco y la puerta de la habitación estaba abierta y, como siempre, habíamos dejado la luz del salón encendida para que no nos diera miedo.

Entonces algo raro empezó a pasar. Noté como una vibración en la luz del salón. Como si algo se moviera, pero sin que hubiera nada. Era muy muy raro y empecé a taparme con la manta hasta los ojos. Pero antes de que me diera tiempo a taparme del todo, lo vi aparecer. Una figura encapuchada, con una gran capa negra que lo cubría por completo. Había aparecido justo en medio del salón. Lo veía perfectamente desde mi cama y sentía que me iba a morir. La figura se movió ligeramente y yo metí la cabeza debajo de la manta justo cuando giraba su capucha en mi dirección.

Han pasado más de veinte años y ahora mismo un escalofrío me ha recorrido entera mientras lo escribía.

A la mañana siguiente dije que no volvería a jugar. Y no lo hice nunca más. Aunque durante años tuve que luchar cada noche en la cama contra un impulso que no sé de dónde nacía y me hacía poner la mano en posición y llamar a aquel Fulanito, cuyo nombre no recuerdo, para que respondiera a mis preguntas.

Menos mal que lo olvidé, os lo digo.

Anónimo