Casualidades de la vida que, meses antes de la infidelidad que voy a contar, se produjo una conversación. A cuenta de una anécdota, alguien de mi grupo de amigas preguntó: “¿Os iríais con un hombre casado?”. Una de ellas, soltera y sin hijos, contestó que solo se iría con UNO. Las demás contestamos que no. Unas por respeto a sus propias parejas y a la otra mujer, a falta de verse en situación y saber qué harían de verdad. Otras por autoprotección, porque nos cuesta separar emociones de carne pura y de placer, y enamorarse de un hombre casado es una temeridad. Pasar pasa, pero es mejor evitarlo.

Pero mi amiga tiene un largo no-idilio con este hombre. Comenzaron a tontear en la veintena, cuando él ya tenía una novia con la que luego se casó y tuvo dos hijos. Que si miraditas, que si indirectas, que si largas conversaciones en el chat de Tuenti… Tensión sexual no resuelta de libro, vamos. Nunca pasó nada y, a veces, eso es peor. Los casi-algo ni siquiera dejan una herida que poder curarse. Con el tiempo se alejaron, la no-relación se enfrió y ambos siguieron con sus vidas.

El reencuentro

Meses después de aquella conversación, y varios años después de su extraña “relación”, mi amiga se reencontró con su hombre. Bueno, no, con el hombre de otra, pero suyo también. El único que se pasaría por la piedra sin remordimiento alguno, según ella misma confesó.

Fue una noche de fiesta, alguno de esa infinidad de sábados que siempre hay en Navidad, cuando salen a celebrar hasta los que viven de clausura el resto del año. Como este hombre. Se encontraron, se saludaron, hablaron. Y, por nostalgia o por necesidad de aventura, rebrotaron sin-querer-queriendo la chispa aquella de su época anterior.

Ambos habían salido con sus respectivos grupos, pero se enfrascaron de tal modo en su mundo que, cuando se quisieron dar cuenta, casi no había nadie en el pub. Entonces mi amiga se ofreció a acercarlo a casa en coche, y él le dijo que sí. Y siguieron con las miradas, las risitas y las conversaciones. Siguieron con la complicidad.

Al llegar a la puerta de su casa, él no terminaba de bajarse del coche y ella no quería que se bajara. Así que le dedicó una mirada especialmente intensa, directa a su boca, se insinuó y él dejó sus últimos reparos y la besó. No solo eso. Ya habían dado el primer paso, el más importante. Habían pasado a un nivel de contacto vetado y, ya puestos, tenían que resolver un expediente abierto hacía años. Follaron en un aparcamiento.

El conflicto

Os parecerá que lo estoy adornando, y, bueno, algún recursillo estilístico hay, pero fue así. Ella lo dice: “Tía, de película”. A mí, la verdad, es que me parece una historia bonita. La de ellos dos, digo, porque la que tiene él con su mujer es de las feas. No por los cuernos. Es que, desde fuera, se ven la típica pareja forzada hasta la infelicidad por los convencionalismos. No juzgo, describo. Y no en base a mis percepciones, sino a lo que ambos van contando.

Mi amiga tiene claro que no va a enredarse con él, más allá del polvo tonto que han tenido. Es más, el expediente parece haber quedado tan resuelto que ahora, cuando lo ve, ya ni siquiera es lo mismo. Lo gustoso de morder la manzana prohibida no es su sabor, ¿verdad?

Pero vivimos en un pueblo en el que la religión del cotilleo tiene más feligreses activos que ninguna otra. Aquella noche de su reencuentro, a ninguno de los que vieron a mi amiga y el hombre se les pasó la escena por alto. “Míralo, en crisis perpetua con su mujer, que debe estar en casa con los niños. Y él coqueteando sin disimulo con una mujer soltera”. No había que ser un lince para percatarse.

Enseguida empezaron las cábalas por esos mentideros modernos que son los grupos de WhatsApp, y también en las reuniones para el café de los días siguientes. Empezaron las preguntas también: “Oye, ¿tu amiga X está con alguien?”, “No, no, por nada, por nada”. Y gestos enigmáticos y ojos acusadores.

Dos mujeres se cuentan cosas al oído.

Mi amiga, en realidad, no es la otra. Echaron un polvo, sin más. No es ella la culpable de que él tenga un matrimonio fallido que lo empuje a vivir aventuras esporádicas, como vía de escape. Ni es su culpa que él no encuentre otra manera de gestionarlo. Simplemente, ella estaba ahí, sin compromiso alguno, como el puesto con botellas de agua en el recorrido de una maratón. Que a ella tampoco la vamos a condecorar con honores en el plaza del pueblo, está claro, ni falta que le hace. Pero, desde donde lo veo, su responsabilidad es minimísima.

Soy consciente de la contradicción en la que caigo al defender lo que en otra criticaría, más aún teniendo yo una relación estrictamente monógama desde hace más de 15 años. Pero los argumentos que estoy buscando para defenderla de este pseudoescarnio me están sirviendo para algo: si un día hubiera una “otra” en mi vida, tendría que empezar mirando hacia dentro antes de andar criticando.