• La historia de amor que empezó vomitando tallarines

En algún punto de nuestra vida todas hemos escuchado historias de amor que parecen diseñadas por el mismísimo Cupido. 

Todas mis amigas parecían haber encontrado ya a ese alguien especial y yo estaba 100% comprometida con la causa del ligoteo. Como mi trabajo no me permitía conocer gente en clases de cocina o tras un choque casual (con caída de libros incluida) en plan película americana, decidí descargarme Tinder. 

Seré sincera, no pensaba encontrar nada serio en la app, y tengo anécdotas que son material de primera para que Stephen King escriba su nueva novela de terror. De hecho, os voy a contar una de las citas más desastrosas de mi vida, una de las pocas que tiene un final feliz. 

Pero ese final de cuento ni se intuía aquella soleada tarde de septiembre. Era el día que por fin había quedado con ese chico encantador con el que llevaba semanas hablando. Estaba que me comían los nervios y con más temblores que Jack en la parte final de Titanic. Tras hacer las comprobaciones habituales de que no era un asesino en serie ni me robaría los cuadros del salón, me animé a quedar con él para cenar.

Hay que tener en cuenta que yo soy una persona delicada de estómago, soy como esos caniches de competición a los que no les vale cualquier pienso, en resumen, que a la mínima me voy por la pata abajo. Pero como él quería probar un nuevo restaurante me animé a probar, total la comida italiana tampoco es algo exótico ¿no?

Total, que llegamos a aquel restaurante monísimo de la muerte, que parecía decorado por los gemelos de Divinity y pedimos la carta. Yo elegí unos tallarines con queso y trufa porque quería aparentar que tenía mundo, que era una persona abierta a la vida y a la aventura. Mientras tanto la cita continuaba y la conexión entre nosotros era brutal, tanto que al terminar decidimos ir a tomar el postre a su casa.

Aquí fue cuando todo empezó a torcerse, mi estómago empezó a rugir como una lavadora vieja llena de zapatos. Notaba sudores fríos por la cara que me decían “deberías haberte pedido la pizza margarita”.

Cuando íbamos ya de camino hacia su casa empecé a sentir que San Pedro me estaba llamando y me daba dos opciones: o vomitaba ya o me llevaba con él a la corte celestial.

Como aun me faltaban un par de capítulos de Juego de Tronos y quería saber como acababa, elegí la primera opción.  

Aparté a mi cita de mala manera y conseguí llegar hasta la carretera, donde eché hasta la primera papilla entre dos coches.  

Y allí estaba yo vomitando como la niña del exorcista en una calle llena de gente (eran las 11 de la noche de un sábado) y, por si fuera poco, en una primera cita. Cuando conseguí levantar la cabeza sin sentir que los tallarines iban a salir a saludar, miré a mi chico.  Estaba pálido y sangrando por la nariz como un condenado (cosa que le pasa cuando se estresa y le sube la presión).

Tras valorar el penoso espectáculo que estábamos dando, dimos la cita por terminada y nos sentamos en un banco a que llegase mi taxi. Como eran fiestas y había pocos coches disponibles tuvimos que esperar un buen rato. Durante ese tiempo aprovechamos para hablar como amigos, sin expectativas de que aquello fuese a llegar a más, le confesé mis problemas de estómago y la película mental que me había montado en mi cabeza.

Aunque nos reímos y lo pasamos bien tenía cero esperanzas de volver a ver a aquel sangrante caballero en algún momento de mi vida, más allá de un encontronazo casual e incómodo en Mercadona. 

Pero él debió ver potencial en algún momento de esa desastrosa cita porque a los dos días me mandó el mensaje con el que comenzó la relación más bonita que he tenido jamás:

¿Tienes tiempo para tomar unas manzanillas juntos? 

Barby