Siempre que me preguntan respondo del mismo modo: ‘Mi abuela fue una mujer con suerte, pero mi abuelo no se quedó atrás‘. Para que podáis entender esta historia, que es la de ellos, el cuento más bonito que jamás me han contado, debéis viajar conmigo en el tiempo. Si queréis podéis hacerlo a través de una puerta, como si esto fuera el mismísimo Ministerio, o utilizando una máquina al más puto estilo steam-punk. Cerrad los ojos e imaginaos por un momento que de pronto estáis viviendo en plena primavera de 1965.
España vivía atada a una férrea dictadura, eso ya lo sabéis y yo la verdad es que no he venido a hablar de política precisamente. En casa de mi abuela, sus padres, mis bisabuelos, trabajaban duramente en la empresa familiar. Un pequeño pero fructífero negocio de telecomunicaciones. Mi bisabuelo era en aquel entonces toda una eminencia en la ciudad en una época en la que las casas estaban deseosas de contar con un televisor mágico que solamente él sabía instalar.
Gracias a todo esto en casa de mi abuela gozaban de una posición que les permitía moverse y disfrutar un poco más de la vida. La pequeña Eloísa, Elo para los amigos, era la nota disonante de la casa. Ella siempre contaba que le volvía loca enfurecer a su madre haciéndose la despistada o dándole largas en aquello de buscar un buen hombre con el que casarse. Sus hermanos y hermanas, todos mayores que ella, ya habían volado del nido hacía tiempo pero para Elo pasaban los años y sus prioridades continuaban siendo otras.
Adoraba meterse en el taller con su padre, montar y desmontar televisores o imaginar que todas aquellas piezas eran las de una nave que algún día la llevaría a la luna. Esa era mi Elo, algo más joven de lo que yo conocí, pero llena de sueños por cumplir. Papá Raúl solía defenderla cuando Nana, su madre, le pedía por enésima vez que pusiese los pies en la tierra. Acariciaba ya casi los 19 años y en aquella casa empezaban a impacientarse.
Pero Elo seguía a lo suyo. A estudiar, a esconderse para aprender más sobre telecomunicaciones de una manera totalmente autodidacta, a programar futuros viajes alrededor del mundo… A todo lo que pudiese y que no significase atarse en absoluto a alguien por obligación social. Ella lo sabía, llegaría el día en el que allí alguien diría ‘basta ya‘ y le tocaría hacer de tripas corazón con todos esos planes, pero día a día le gustaba disfrutar de cada pequeño segundo de libertad robada.
Por eso en aquella primavera esa tarde de abril fue como una inmensa ventana abierta a los pies de mi querida abuela. Papá Raúl llegó al taller como cada tarde después de su siesta. Elo se había pasado casi dos horas intentando ensamblar dos piezas que parecían no querer casar pero al final lo había conseguido y sonreía orgullosa ante su obra esperando que su padre se fijase en la hazaña. Pero Papa Raúl parecía tener mucho más que decir ese día. Se acercó con cariño a la pequeña Elo y mirándola con ternura le dijo:
‘Ojalá haber tenido tus oportunidades siendo tan joven, cariño, nos vamos a América.‘
En casa a todos les costó creerse aquella noticia. Claro que no era un viaje para siempre, sino más bien una cuestión de negocios que implicaba que mi bisabuelo pasase tres largos meses en Estados Unidos. En ningún momento se había planteado irse él solo dejando en casa a Nana y a Elo. Eran una familia, mi abuela de hecho era la mano derecha en el hogar y en el negocio. ¿Cómo viajar dejándolas a ellas en tierra?
Así que apenas unas semanas más tarde los tres cruzaron el charco para asentarse en una coqueta casita cercana a Boston. Todo arreglado y preparado por una empresa americana con la que Papá Raúl había conseguido un importante contrato con el que le ofrecían formación y apoyo comercial una vez regresara a España. Elo estaba nerviosa por todo lo que tenía por delante: un nuevo país, nuevos lugares que explorar, tanto por aprender…
Aunque por desgracia la fuerza de despegue le duró más bien poco. Nana tenía otros planes mucho más conservadores para ella. Hacerle compañía en casa, servirle de ayuda en todas las tareas y, por supuesto, no distanciarse en exceso de los límites que ella consideraba oportunos.
Estados Unidos era para Elo un caramelito que no le permitían masticar a gusto. Nana y ella salían casi a diario para hacer la compra, pasear por el barrio o incluso ir a la peluquería. Aunque mi bisabuela no perdía nunca la oportunidad para poner a los yankies en su sitio criticándolos por lo que ella decía en llamar ‘la gran cantidad de hippies piojosos que campaban a sus anchas por las calles‘.
Ni que decir tiene que para Elo esos hippies eran su auténtica perdición. Ella se veía completamente reflejada en esas gafas inmensas, esos looks desenfadados y llenos de colorido, esa paz que emanaban a cada paso. Un par de veces había sentido la tentación de tirar de golpe las bolsas de la compra y salir corriendo tras de ellos para unirse a la causa. Claro que después siempre imaginaba a Nana medio infartada en medio de la calle y ante la pena borraba por completo aquellas ideas.
Era una mañana de sábado. Elo desayunaba como cada día esperando las instrucciones de Nana. Sabía que tocaba al menos acercarse a la tintorería del centro y que probablemente, con algo de fortuna, podrían comer algo juntas en algún café bonito de la ciudad. Papá Raúl seguía inmerso en sus cursos de formación y solo las acompañaba los domingos, que se habían ya convertido en el día grande de la semana.
Lo raro era que pasada una hora Nana no había bajado todavía las escaleras. Mi abuela subió preocupada para encontrársela metida en la cama hecha un auténtico guiñapo.
‘Eloisa, hoy te toca ser la señora de la casa, estoy en mis días y no me puedo ni levantar. Apunta todo lo que tienes que hacer y que no se te olvide nada, pero sobre todo, ni se te ocurra ponerte a dar vueltas como una idiota que te conozco…‘
Un sábado de mayo, soleado, con una temperatura perfecta, y libre. Libre en Boston como nunca antes lo había sido. Elo tomó nota de cada una de las tareas planeando ya en su interior todo el trayecto que estaba deseando realizar. Aquella tienda de ropa de segunda mano, y el local de discos en el que siempre sonaba música que llegaba hasta la calle. Empezó a sentirse nerviosa y ansiosa a la vez. Besó con cariño y algo de prisa la mejilla de Nana y se lanzó a la aventura.
Parecía que de repente aquella ciudad oliese de otra manera. Elo sonreía sin parar llegándose a imaginar como esas chicas independientes y modernas que ella tanto admiraba. Se miraba en los escaparates y echaba en falta ese atuendo a la última que por supuesto Nana jamás le permitiría. Antes de doblar la esquina para acercarse a la tintorería el sonido de la voz de una jovencísima Aretha Franklin entonando su ‘Respect‘ la llevó derechita hasta la tienda de discos.
Nana entraba en cólera cada vez que paseaban cerca de aquel local. Era algo así como el agua bendita para el demonio. Pero Elo amaba la música, de hecho amaba casi todo aquello contra lo que Nana luchaba a diario.
Al entrar el sonido del crepitar de la puerta hizo que todos los allí presentes se girasen para mirarla de arriba a abajo. Elo tragó saliva y digna como ella sola se comportó como si una tienda de música hubiese sido su hogar desde pequeña. Se acercó con soltura a una de las baldas para ojear cada uno de los vinilos de aquella increíble colección. Lo pensó, podría haberse pasado horas eternas en aquel pequeño comercio. La música que sonaba canción tras canción, el entrar y salir de la gente tras realizar sus compras y sobre todo que allí nadie la juzgaba.
De entre todo aquel material infinito Elo pareció enamorarse de un ejemplar que sería el primer álbum de toda su gran colección de Jimi Hendrix. En un pequeño tocadiscos una canción tras otra mi abuela pareció descubrir un mundo nuevo del que no quería bajarse nunca más. Sus pies necesitaban bailar solos al ritmo de aquellos acordes. Llevaba ya más de una hora allí metida algo debía hacer al respecto. Así que tras barajarlo un par de veces se acercó al mostrador dispuesta a hacerse con aquel disco que la había enamorado.
Pronto terminó su ensoñación. Nana había soltado algo de dinero extra para que Elo pudiese comprarse algún capricho tipo helado o chuchería, pero en absoluto para todo un disco. La decepción se escribió una vez más en la cara de Elo mientras en un perfecto inglés le decía a aquel dependiente que mejor otro día.
A punto estaba de volver a colocar el LP en su lugar cuando un chico alto se acercó a la escena. Elo lo miró sorprendida, por su altura, por sus increíbles ojos almendrados y sobre todo por ese gesto cordial con el que la miraba desde ahí arriba. Antes de que ella pudiese dar media vuelta lo escuchó disculparse pidiéndole que le acercase a él el disco. Mi abuela Elo imaginó que aquel día ese magnífico álbum se iría a casa de aquel chico, se lo tendió y acto seguido tomó camino a la calle.
‘Oh… Thanks…‘ respondió aquel joven altísimo sonriendo con ternura.
Era solo un disco, no ocurría nada, pero mientras cruzaba el umbral de la puerta aquel sabor a derrota volvía a posarse en sus labios.
No habían pasado más de cinco segundos desde que había abandonado la tienda de discos cuando escuchó a su espalda el sonido de la puerta metálica abrirse de nuevo. Elo se apartó de la salida para descubrir de nuevo a su lado a aquel chico, que permanecía entonces parado observándola con gesto nervioso.
‘Hola, ¿ocurre algo?‘ preguntó mi abuela Elo en su mejor inglés.
‘Ehhh… hola. No, bueno, sí, solo quería darte esto.‘ La voz de aquel muchacho como Elo siempre decía, era lo más bonito del universo. Grave y plácida a la vez, de esos sonidos que siempre quieres escuchar.
Él entonces sacó de su bolsa aquel álbum de Jimi Hendrix que tanto había maravillado a la pequeña Elo. Volvió a meterlo en la bolsa y se la cedió a ella con una sonrisa que ocupaba casi toda su cara.
‘Pero, ¿por qué? No me lo puedo creer.‘ Mi abuela se debatía entre las ganas que tenía de darle las gracias y todos esos principios de educación que Nana le había marcado a fuego en la piel. Aceptar regalos de desconocidos, por supuesto no entraba en esos planes.
‘Te vi bailar y pude ver lo mucho que te ha gustado ese disco. No puedes quedarte sin él por culpa de un par de dólares. Considéralo un donativo.‘
¿Quién era aquel chico y por qué sentía tantas ganas de darle un fortísimo abrazo? Elo no podía dejar de mirarlo, era la viva imagen de una persona humilde y completamente transparente. Le dio las gracias sin saber muy bien qué más añadir.
‘Me llamo Elo, soy española.‘
‘Encantado Elo, yo soy Thomas, y soy de Phoenix pero llevo un par de años viviendo en Boston.‘
Thomas, aquella tienda de discos de la esquina y Jimi Hendrix. Una santísima trinidad que bien podría haber matado a la buena de Nana de haberse enterado de lo que estaba ocurriendo. Un grupo que conseguiría cambiar la vida de mi abuela Elo desde aquel mismo instante, desde aquella breve presentación.
Y es que a ese regalo en forma de disco le acompañaron otros muchos detalles que harían de esa tienda el lugar predilecto de la pequeña Elo y el grandísimo Thomas. Los dos jóvenes, dispuestos a devorar el mundo a mordiscos. Preparados para ser libres en una sociedad que solo los quería atados y, a poder ser, separados.
Esta historia empieza aquí. Cuando mi abuelo Thomas se enamoró perdidamente de la pequeña Elo mientras bailaba al ritmo de Jimi Hendrix. Todo hubiera sido tan fácil si el mundo no hubiese remado en su contra. Cuántos disgustos y lágrimas se hubiesen ahorrado… Y todo porque aquel chico magnífico no tenía el mismo color de piel que la pequeña Elo.