Dicen que la mejor forma de aprender inglés, (o cualquier otro idioma por esa regla de tres), es liarse con alguien que lo hable.

Tras tres años viviendo en un país de habla inglesa sin grandes cambios, pues dicho y hecho.

Tinder y a buscar profesor particular de inglés. Tras unos inicios un tanto bochornosos (podéis leerlos aquí), encontré al que hoy en día es mi marido.

Yo con el inglés tengo un problema. Y es que soy capaz de seguir una conversación sin tener ni idea ni del tema del que estamos hablando. Se me da bien saber cuándo hay que asentir, negar, decir ohh, really? y cosas así.

De hecho, me pasé toda la primera cita buscando como huir del pub porque no me estaba enterando de nada, mientras mi marido estaba teniendo la mejor cita de su vida.

Ahora ya se da cuenta de cuando hago eso y se me ha acabado el chollo, pero, hasta entonces, me he visto en varias situaciones que cágate lorito. Una vez, por ejemplo, invité a cenar a 8 amigos de mi novio y me comprometí a cocinar una paella para todos. Todo esto sin enterarme si quiera.

Pero la que os voy a contar hoy pasó unos meses más adelante. Cuando mi inglés ya iba mejorando, o eso pensaba yo. Hasta en el curro me habían dicho que qué pasaba conmigo que, de repente, hablaba y entendía mucho mejor a todos. Y es, además, mi mayor cagada.

Me escribió mi pareja para quedar por la tarde, cuando yo saliera de trabajar. Nada raro en ello. Cuando le pregunté qué tal me dijo que bien, que cansado porque había pasado casi todo el día en el hospital porque a su madre la habían hecho un trasplante de corazón.

Yo estaba anonadada de la tranquilidad con la que me lo contaba todo. Sé que se dice que los ingleses son más fríos, pero aquello me estaba pareciendo excesivo.

Le pregunté si no prefería estar con ella en el hospital y me dijo que no, que ya estaba en casa. Total, ni que fuera una operación a vida o muerte. Unas horitas para despertar de la anestesia y pa’ casa.

Imaginaros mi cara…

Los días pasaron, y yo le seguía preguntando por su madre a diario, y él me miraba como si yo fuera una exagerada. Con menudo psicópata sin sentimientos me he ido a topar…si no fuera tan mono a cascala le mandaría ya…

A la semana me preguntó si quería ir a su casa a conocer a sus padres. Le dije que, por mi bien, pero que su madre igual no estaba para recibir visitas. ¡Pero resultó que la mujer incluso había retomado sus clases de baile! Pues nada, quedamos el sábado para ir a su casa.

Mi suegra bailando tras su trasplante de corazon

Llegamos allí y la mujer tan campante. Hablamos, comimos (o cenamos, o merendamos, nunca me aclaro con los horarios ingleses). Digamos que ingerimos alimentos a las 4.30 de la tarde. Y me estuvo enseñando fotos de mi maridín de pequeñito. Le pregunté por la operación y me dijo que genial, que se había recuperado super rápido y que ya prácticamente hacía vida normal. Y me preguntó si quería ver la cicatriz que se le había quedado.

Antes de que yo tuviera tiempo de digerir la información, la mujer procedió a…¡LEVANTARSE LA PERNERA DEL PANTALON! Mientras me contaba exactamente lo que le habían hecho.

Mi cara era un poema y no entendía nada y lo primero que se me ocurrió preguntarle fue si sabía de quién era el corazón que le habían trasplantado.

Tras un minuto de silencio, ella, su marido, mi novio y su hermano estallaron en carcajadas.

Resultó que a mi suegra le habían puesto una prótesis en la rodilla.

Cuando les expliqué lo mal que lo había pasado toda la semana por la poca importancia que le daban a un trasplante de corazón juro que mi suegro hasta se meó encima de la risa.

A día de hoy, 8 años más tarde, sigo sin entender como narices confundí una cosa con la otra, pero por si acaso, desde entonces, las cosas importantes las pregunto mil veces si es necesario, y hasta les pido que me las manden por whatsapp por si las moscas.

Andrea.