Lo mejor de casarse es la luna de miel.

No tengo pruebas, pero tampoco dudas. Incluso me atrevería a decir que hay quien se casa solo para luego pegarse el viaje padre. Yo no me casé por el viaje, aunque reconozco que tuvo un peso importante. Ya que, por razones que no vienen al caso, el viaje condicionó la boda. Si hasta elegimos la fecha del enlace en función de cuál era la mejor temporada para visitar ese destino. Teníamos muy claro que tenía que ser un viaje especial. Y especial fue, desde luego, si bien no por los motivos que esperábamos.

La primera parte del viaje la pasamos pateando varias ciudades de Japón. Nos encantó todo lo que vimos de un país al que le teníamos muchas ganas. Pero la guinda del pastel era la segunda parte, los cinco días que íbamos a pasar en una cabaña sobre el mar en Maldivas.

Llevábamos meses viendo fotos, videos y tours 360 del hotel y, aun así, nos quedamos medio en shock al llegar. Era como irreal vernos por fin allí, en aquella habitación enorme al final de una pasarela de madera que transcurría sobre el agua cristalina. Aquello era el paraíso en versión hotel carísimo que no volveríamos a pagar jamás. No mentiré, tardamos muchas horas en salir a ver el complejo. Las primeras nos las pasamos haciendo fotos de todos los detalles de bienvenida, de cada rincón de la espectacular cabaña, del suelo acristalado a través del cual se veía el fondo marino y del tobogán por el que nos podíamos tirar al agua, entre otras cosas.

Luego usamos la enorme cama para lo que viene siendo consumar el matrimonio y para dormir hasta que nos dolió el cuerpo. Teníamos los horarios un poco trastocados, así que era mitad de la noche cuando nos levantamos con la intención de darnos un baño y lo que surgiera.

 

Ya estábamos dentro cuando nos dimos cuenta de que los vecinos de al lado habían tenido la misma idea. Se escuchaban los chapoteos y las risitas ahogadas. Otros que habían salido a chuscar bajo la luna, pensamos. Lejos de amilanarnos, nos vinimos arriba. Los cuatro. No nos veíamos, pero creo que todos éramos muy conscientes de lo que pasaba debajo de esas dos cabañas contiguas. Qué morbosillo todo. Pero, qué más daba, no teníamos por qué coincidir, no los habíamos visto todavía y tampoco es que nos conociéramos de nada, así que… a disfrutar.

No volvimos a pensar en ello hasta que salimos de la habitación con la idea de ir a comer al restaurante del edificio principal y… nos dio por salir exactamente en el mismo minuto que a la famosa parejita de la cabaña contigua…

Cuando la vi a ella no pude evitar sonreír y darle un codazo cómplice a mi marido. Sin embargo, la risa se me congeló en la cara cuando vi asomar al chico y no tardé ni medio milisegundo en reconocerlo. ¿Qué posibilidad había de coincidir en el paraíso con mi ex? No sé, supongo que una entre 4568236500 infinitos. Pues ahí estaba él. Todo moreno y con toda su pinta de estar flipando igual de fuerte que yo. Menuda cortada de rollo más grande. Qué vergüenza lo de la noche anterior. Y qué momento el de hacer las presentaciones y el de ver cómo nuestras parejas actuales ataban cabos cuando les informamos quién era el otro. Incómodo se queda muy corto para definirlo.

Ahí estábamos, compartiendo sexo al aire libre y disfrutando nuestras respectivas lunas de miel después de cinco años sin vernos. El tiempo que había transcurrido desde que rompimos, no de muy buenas maneras, y él se volvió a su ciudad natal.

 

Tras unos minutos de ‘madre mía, qué casualidad’ y ‘qué bonito es esto, eh’ y ‘fíjate que curioso que nos hayamos casado el mismo fin de semana y elegido el mismo maldito punto del Índico para pasar la luna de miel’, caminamos juntos por la pasarela y luego entramos al edificio principal por acceso diferentes para perdernos de vista de una vez. Qué mal rato. Tenía que estar atenta para evitar volvernos a encontrar.

Debí haber avisado al maitre. Porque esa noche nos pusieron en mesas tan cercanas para cenar que, al final, acabamos charlando los cuatro. Y, ya que estábamos, nos tomamos una copa después. Y, al día siguiente nos fuimos a una excursión juntos…

Hubo otra cena de parejitas, otra excursión y supongo que la cosa seguiría así si no nos tuviéramos que volver a España y a nuestras vidas normales. Lo peor del caso es que nos lo pasamos bien con ellos. Al punto de que nos hemos intercambiando los teléfonos de los cuatro, nos seguimos todos en Instagram y de que, después de la luna de miel más surrealista de la historia, los chicos están hablando de quedar un finde por ahí para hacer algo juntos.

Para mear y no echar gota, amigas.

 

Anónimo

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