La parejita de la parada del autobús

Cuando empecé a trabajar en mi actual trabajo tuve que hacerme con una ruta nueva de transporte, una que antes no había tomado. En aquel momento no lo sabía, pero me iba a tocar coger un bus que pasa por un montón de institutos. Así que sí, en la parada solemos ser un grupo de quinceañeros y yo. En cuanto le cogí la hora al bus, me di cuenta de que siempre coincidía con los mismos grupitos y, como si se tratara de la secuela de Grease, solían apearse dos núcleos principales: unas cuatro o cinco chicas de apariencia casi clónica, y otro muy similar, pero de chicos.

Aunque a cierta distancia, no podía evitar observar cómo interactuaban, ese tira y a floja propio de los grupos divididos por sexos, ese flirteo sutil y no tan sutil que envolvía la atmósfera. Me removía cosas; me recordaba a mi adolescencia. Y justo en ese trasiego me di cuenta de que había dos personitas que parecían estar más al margen de lo que sus colegas pensaban, por ellos sí que estaban de verdad inmersos en algo más que indirectas y tonteos. No sé sus nombres y tampoco creo que eso importe, el caso es que tanto ella como él se les veía un brillito especial en la mirada, algo que despertó aún más mi curiosidad y también mi nostalgia. Se estaban enamorando.

Recuerdo que llegué un lunes a la parada y no los vi. A ninguno de los dos. Me resultó raro, y al mismo tiempo, algo me daba en la nariz que había una historia detrás, que no podía ser casualidad. Cuando me bajé del bus, varias paradas después ahí estaban ellos. A cierta distancia del que deduje que era su instituto, los dos solos, tímidos, risueños, se miraban con dulzura, puede que incluso se sonrojaran… Tenía que pasar por delante sí o sí para ir a mi trabajo y fue entonces cuando oí decir al chico:

― No me puedo creer que esté contigo.

Aquella frase se me quedó clavada. ¿Quién no sueña con quince años con recibir esas palabras? Te las tatuarías si pudieras. No sé si se ocultaban de los demás o simplemente buscaban algo de intimidad, pero la ternura que me despertaron fue indescriptible.

parada

Las semanas pasaron y seguían sin aparecer en la parada del bus, al contrario que sus compañeros que seguían… bueno, dando la nota, como siempre. Me los cruzaba siempre al bajarme, en ese rincón pseudo clandestino que habían encontrado en los alrededores del instituto. Siempre era la misma escena: miradas tiernas, abrazos interminables, risas cómplices y alguna frase que ―sin ánimo de invadir su intimidad― cazaba furtivamente. Daba igual lo que dijeran, cada palabra estaba impregnada de un halo de amor incondicional que me sobrecogía; no estoy acostumbrada a ver cosas así a diario.

Pasaron unos dos o tres meses, perdí la cuenta. Los veía de lejos, en su rincón de siempre, y la onda expansiva de amor que generaban me rebotaba en la punta de la nariz. A veces en la frente, y me hacía pensar, otras en los ojos… Pero dejé de verlos. No recuerdo cómo fue, quizá porque me acostumbré tanto a verlos que los mimeticé con el gris paisaje que nos acompañaba. Ya no están en la parada. Ni en la de ida ni en la de su instituto. No puedo evitar pensar qué habrá sido de ellos, si de verdad su relación fue tan efímera como las que pregonaban tener sus compañeros del bus o si, por el contrario, algo les ha pasado o alguien los ha separado.

Lo cierto es que su onda expansiva de amor ya no retumba en ninguna parte de mi cuerpo y eso me da lástima. Dicen que todo lo malo se pega, pero lo bueno también, lo bueno más, y de eso andamos todos más escasos. Quiero pensar que ese tipo de parejas aún tienen futuro, que el amor juvenil, aunque sea precoz e inexperto e inmaduro, también puede ser más puro y más real que el que se da muchas veces entre los adultos. A los adultos nos cuesta mucho mostrarnos vulnerables y, con vulnerables, me refiero a ser totalmente sinceros. Por eso no he oído a muchos decir: «No me puedo creer que esté contigo».

 

Ele Mandarina