Ojalá hubiera sido un compañero del colegio. O del instituto. Ojalá hubiera sido un ligue rechazado o un vecino. Un conductor enfadado. Un ex novio dolido. Ojalá.
Desgraciadamente no fue nada de eso y la primera vez que me llamaron «puta», tuve que escuchar esa horrible palabra de la boca de mi propia madre.
Yo tenía unos trece años. Empezaba a enamorarme hasta de las piedras, la verdad. Pero era una niña tímida y retraída. ¡Nunca me habían besado! Recuerdo cómo me horrorizaba viendo a mis compañeros de clase jugando a la botella en las excursiones.
Así pasa, ahora tengo más de 30 años y nunca he jugado a la botella (bueno, si le podemos llamar «jugar» a ser alcohólica, entonces sí).
En fin. Yo me enamoré locamente de un chico del instituto, lo que hoy llamaríamos «crush».
Vivíamos en el mismo barrio y hasta podía ver desde mi ventana el sitio en el que se juntaba con sus amigos a pasar las tardes. Eran otros tiempos más fáciles.
Y eso, que me enamoré. Y yo le contaba todo a mi madre. Claro, había hecho un trabajo genial haciéndome creer que nadie excepto ella era digna de mi confianza. Le contaba que ese día lo había visto y me había saludado. O que llevaba ese chándal que tanto me gustaba. Cualquier tontería, ya os podéis imaginar.
En fin, mis padres estaban divorciados. La relación entre ellos era de película de terror. Mi madre odiaba a mi padre y él a ella también. Aquella era una situación insoportable y sólo había una persona que mi madre pareciera odiar más que a mi padre. Y esa persona era yo.
Siempre me recordaba que yo era igual que mi padre. En todas las cosas que yo hacía mal, no dejaba de recordarme lo mala persona que era él y como yo era igual.
Y ya os he puesto en antecedentes, ahora al día en cuestión.
Algo hice, aunque no recuerdo qué. Seguramente le dije que no a algo que ella me había pedido. O quizá hice algo mal o dejé de hacer algo que debía haber hecho. Con ella era muy difícil acertar.
En cualquier caso, ahí estaba mi madre, gritándome sin parar desde la puerta de mi habitación. Yo estaba sentada en la cama de mi hermana pequeña. No recuerdo si ella estaba allí.
Mi madre empezó a decirme de todo, como siempre. Lo recuerdo todo borroso y con lagunas. No sé si fruto de los nervios o que me he cargado este recuerdo, como tantos otros, con el alcohol.
El enfado llegó a su punto álgido. Entonces decidió coger su teléfono móvil y llamar a mi padre:
«Sí, aquí estoy, con tu hija la mayor. Que sepas que es una puta y cualquier día va a venir preñada.»
Yo estaba en shock. Recuerdo pensar: «no, no está haciendo esto, a mi papá no, no». (Mi papá se había ido hacía 6 años y solo aparecía unas cuantas veces al año cuando no tenía planes con su nueva novia.)
Y no sé qué me dio. Pero cogí mi móvil y, mientras ella seguía «hablando con mi padre», yo la llamé a su móvil.
Pasaron un par de segundos y el móvil de mi madre empezó a retumbar a escasos milímetros de su oído. Resultó que todo era mentira, no estaba llamando a nadie.
Vi cómo leía mi nombre en la pantalla y el odio se apoderaba de ella más fuerte que antes.
Recuerdo pensar que aquellos golpes por lo menos sí merecían la pena.
La última vez que hablé con mi madre hace unos meses, me llamó «maldita perra, hija de puta». Hay cosas que nunca cambian.

Cris B.