La primera vez que probé la marihuana fue sin mi consentimiento

 

La universidad te cambia la vida en la mayoría de los aspectos de tu vida: amplías horizontes, descubres nuevas personas, nuevos lugares, nuevas experiencias…

El problema viene cuando esas nuevas experiencias no las has elegido tú y, en ocasiones, te ves forzada a experimentarlas o incluso no eres consciente de lo que está ocurriendo en el momento hasta que ya es demasiado tarde.

Dicho así, parece que estuviera hablando de una violación y, menos mal, no es el caso. Aunque hay violaciones de muchos tipos y, a mi parecer, es un tipo de violación cuando te ocultan que estás consumiendo marihuana hasta que ya no tienes más remedio que “disfrutar” del viaje.

Durante mis dos primeros años de universidad (cuando aún disfrutaba de la carrera que había elegido), una costumbre muy habitual era la de reunirnos todos los fines de semana en la casa de alquiler de unos compañeros de clase. Formábamos una piña muy heterogénea y bastante enriquecedora… por lo que cada fin de semana terminábamos jugando al ‘Yo nunca’ con chupitos de Jägermeister, fumando cachimba de sabores y pidiendo cena del Burger King ya que, seas como seas, esas tres cosas siempre suelen triunfar a esa edad.

Pues el fin de semana en cuestión, ya andábamos pasados de vueltas con las dos primeras opciones, pero no habíamos cenado todavía porque aún eran las nueve de la noche (no me juzguéis, porque todos hemos sido adolescentes). En mitad de las risas y la borrachera, sonó el timbre de la puerta de mi amigo y entraron en el piso una pareja de nuestra edad aproximada con una fuente de vidrio envuelta en papel de aluminio.

 

—¡Hola! ¿Habéis cenado ya? —preguntó la chica, portadora de la fuente de cristal.

Alguno (o puede que todos) le contestó que no, y los dos se miraron y sonrieron.

—¡Pues mejor! —exclamó el que parecía ser su novio, destapando un enorme brownie de chocolate, aún humeante.

—Es el cumpleaños de Cinthia, mi vecina, y el novio le ha hecho un brownie demasiado grande, así que se han pasado para ofrecernos un trozo —explicó nuestro amigo.

 

Todos nos abalanzamos sobre el bizcocho, que ya estaba partido en trozos. Cuando cogí un pedazo, lo observé pensando en lo ridículos que habían sido a la hora de trocearlo, pero me lo metí en la boca de un mordisco sin pensarlo.

La gran mayoría de nosotros nos conformamos con un único trozo, pero una de mis amigas, Vega, que era bastante golosa, llevaba ya tres o cuatro trozos cuando yo empecé a notar el regusto a hierbajo que me estaba dejando el pastel en la lengua y en la garganta.

En ese momento lo supe: le habían echado marihuana al bizcocho.

Me giré hacia Vega y le pegué un manotazo en la mano izquierda, que sujetaba otro trozo más:

 

—¿Cuántos trozos te has comido, Vega?

—He perdido la cuenta —dijo, enseñándome los dientes cubiertos de chocolate—. Es que son unos trozos muy pequeños… ¿Por qué lo dices?

—No deberías comer más. ¿No has notado que tienen un sabor… raro?

—No. Está muy bueno, la verdad.

—Sabe como a… hierbajo.

—¿Qué dices? —respondió, volviendo a meter la mano en la dichosa fuente de vidrio.

Volví a pegarle un manotazo, y ella me miró de forma desafiante.

—Vega… El brownie es… doble chocolate —me miraba con expresión interrogante, encogiéndose de hombros— ¡Que lleva marihuana!

 

Todos se volvieron hacia nosotras y comenzaron a reírse. Al parecer, todo el grupo estaba al tanto menos nosotras, y por eso todos habían comido un trozo o dos a lo sumo, pero habían permitido que mi amiga se inflara. A decir verdad, si no hubiera sido por ese regusto raro que noté, yo también me hubiera puesto hasta el culo de pastel, porque soy muy golosa (y más si lleva chocolate).

A partir de aquí, la noche se tornó un poco extraña.

Por una parte, me enteré que la que menos pastel había comido era yo. Por otro lado, todos caímos en un estado de alegría extraño que, a posteriori, creo que se debía a haber mezclado alcohol con marihuana. Por último, Vega, un poco hipocondríaca, comenzó a agobiarse de camino al local de camperos (unos bocadillos típicos de Málaga) al que habíamos decidido ir a cenar.

Mi amiga no se separó de mi lado en toda la noche, y yo tuve que quitarle el móvil de las manos porque no paraba de buscar información sobre los efectos de la marihuana. 

En determinado momento, Vega se planteó la posibilidad de ir al servicio a meterse los dedos para echar toda la comida, con la esperanza de deshacerse de aquellas malas sensaciones que le estaba produciendo la marihuana. Creo que al final terminó haciéndolo, pero ya era demasiado tarde.

 Yo lo único que sé es que estuve como media hora riéndome de la palabra silla, que fuimos a la casa de aquellos vecinos tras la cena, que hinchamos un paquete entero de preservativos a modo de globo, y que todos los presentes menos yo, al día siguiente, alegaban tener un vacío de memoria de unas tres horas aproximadamente, por lo que no recordaban nada de todo lo anteriormente relatado.

El caso es que, la conclusión que yo saco de todo esto es que puede que, de haber sabido que el bizcocho estaba “aderezado”, no lo hubiera llegado a probar; aunque también puede ser que hubiera llegado a probar un trozo (el mismo trozo que probé desde el desconocimiento) pero eso es algo que nunca sabremos.

La cuestión es que, a mi amiga y a mí, nos quitaron la opción de poder elegir. Y eso es algo que no se le debe hacer a nadie, cuanto más a unas amigas.

 

@caoticapaula