Estaba llegando a mi portal, no veía con claridad pero supe que era Gabriel desde metros atrás. Su look de bohemio mal criado, su larga y ondulada melena rubia y sus grandes ojos azules le delataron.

Voló desde Berlín para poder pasar una noche conmigo. Aquella era la última vez que Gabriel intentaría recuperar lo nuestro y antes de que pudiera saludarle, me miró con sus intensos ojos azules, su barba de dos semanas y me cantó «Mary Jane, he venido a por ti»

Lo habíamos sido todo y aún me acordaba de los meses que vivimos en París. Aún podía oler los recuerdos de la historia de amor más bonita jamás contada.

Un actor de teatro y una muerta de hambre que se moría por poder escribir algo real.

Siempre fuimos dos tópicos, dos clichés y créeme, siempre habíamos estado locos el uno por el otro.

Pasamos la noche entera paseando por las calles desnudas de Barcelona, bebiendo copas en mil bares mientras él intentaba pasar su brazo por encima de mis hombros. Yo sonreía, intentaba evitar el contacto físico y cerraba mi abrigo con ganas mientras nos mirábamos de reojo y sonreíamos.

Para qué engañarnos, la química nunca murió. Murieron las ganas, la confianza y la paciencia pero nosotros seguíamos existiendo y por más que le cerrara las puertas, Gabriel llevaba muchos años dentro de mí.

Le cantaba el comienzo de alguna canción, él se reía y comenzaba a cantar para mí. Nos recuerdo sentados en el bordillo de una acera con una botella de vino y llorando de la risa. Él me retiraba el pelo de la cara mirándome a los ojos y yo le decía «Me conozco todas tus artimañas y no harán efecto conmigo»

El amanecer nos sorprendió desnudos en mi cama, mirándonos a los ojos mientras hacíamos el amor y Gabriel deslizaba sus dedos sobre mis labios.

Con la llegada del sol se nos inundó el mundo de tristeza y mientras nos vestíamos no pudimos evitar abrazarnos entre lágrimas. Gabriel tenía que coger un vuelo de vuelta.

Solo pasamos 20 horas juntos y antes de coger su vuelo, Gabriel me agarró de las manos y me pidió que le escuchara «No puedo tener esto con nadie más, es imposible tener esto con alguien que no seas tú» Me dijo pausadamente.

Se abrió a mí de una manera que había olvidado. De una manera que me emocionó. Me explicó que necesitaba crecer, que no podía seguir intentando construir un sueño que no se iba a cumplir.

«La he cagado mil veces, pero si me aceptas, volveré a Barcelona, tendré un trabajo normal como el resto de las personas y nos querremos hasta que nos hagamos viejitos»

Se me partió el corazón cuando le oí renunciar a su sueño, el futuro que había dibujado desde que tenía 4 años se estaba viniendo abajo y quizás él no sufría aún. Pero yo aquella noche, empecé a sufrir por él.

«Gabriel… yo voy a casarme con Jaime, le quiero, no puedes hacerme esto. No puedes aparecer después de tanto tiempo y hacer cómo si no hubiera pasado nada. No puedo olvidar que me rompiste el corazón, me hiciste abandonar París, me hiciste venir aquí y después te marchaste» Le dije mientras bajaba la cabeza e intentaba que la voz no me temblara.

Quizás una pequeña parte de mí se muriera de ganas por volver a vivir en nuestra burbuja.

No te voy a engañar, la gran parte de mí no quería vivir en un mundo en el que no existiera un Gabriel tal y cómo yo lo conocía.

Teníamos años de relación a nuestras espaldas y por más momentos únicos que guardara en mi memoria había algo que jamás podría pasar por alto: nunca había caído tan fuerte como caí cuando Gabriel se fue.

Cuando Gabriel se marchó a Berlín y decidió dejarme atrás, pasé meses de aislamiento. Meses en los que lo único que podía hacer era bajar las persianas de mi apartamento y llorarle durante días. Le lloré en silencio durante más de un año y a pleno pulmón durante muchas semanas.

Le miré a los ojos, y le volví a coger la mano. Pasaron ante mí un millón de recuerdos que Gabriel y yo habíamos construido, pero luego recordé todos los momentos en los que Jaime me había secado las lágrimas. Todos los abrazos que me habían hecho sentir en casa y todas las veces que él sí había estado a mí lado.

Gabriel siempre había sido magia, no había nadie igual que él eso siempre lo tuve claro. Pero ¿Cómo podía volver a vivir esperando su llegada y temiendo su partida?

Algo dentro de mí me dijo que estaba en el camino correcto. Yo deseaba y necesitaba la seguridad que Jaime me ofrecía, las cenas, las pelis y los planes de lo que Gabriel llamaba: gente aburrida.

Jaime no me ponía nerviosa, no me podía perder en sus ojos, no me moría por ver su ropa tirada en el suelo de mi apartamento ni me inspiraba a escribir, tocar o pintar pero era mi mejor amigo. Siempre habíamos sido sinceros el uno con el otro y sabía que si lo nuestro no funcionaba, quizás mis ilusiones se harían pedazos pero no se me volvería a romper el corazón.

«No puedo Gabriel, no puedo» Le dije entre lágrimas.

Entonces él se levantó y cogió sus cosas. Vi cómo se alejaba de mí, oía el cada vez más lejano taconeo de sus zapatos. Antes de desaparecer, se giró, me miró, me sonrió y me guiñó un ojo.

Cuando le perdí de vista algo en mí me dijo que no volveríamos a ser los mimos nunca más, que no volveríamos a reírnos con el alma y que no volveríamos a mirarnos como si fuéramos las únicas personas del planeta.

Y tuve razón, no volví a verle nunca más. Han pasado 10 años y aquella fue la última noche con el amor de mi vida.

M.Arbinaga