Lee aquí la primera parte de esta historia

 

Pero lo hice, entre otras cosas porque mi suegra no me hubiera perdonado que me hubiera quedado en tierra. En menos de un mes estaba cogiendo un avión cargada únicamente con una gran mochila llena de pantalones cortos, camisetas y bañadores. Nada de vestidos bonitos ni nada que tuviera que ver con verme un poco arreglada. ¿Total, para qué?

En cuanto puse un pie en la isla un escalofrío recorrió mi cuerpo. Tenía por delante más de una semana de estar sola en aquel lugar. Respiré hondo y me repetí varias veces que llorar no era una opción. Había pasado más de dos años llorando sin parar, no podían quedarme lágrimas en el cuerpo, era físicamente imposible. Salí del aeropuerto y tomé un taxi camino del hotel que la madre de Rubén había elegido en mi nombre.

Era un lugar raro pero precioso a la vez. Cada habitación era un pequeño bungalow, aquel lugar se asemejaba a un pequeño pueblo en medio de la isla. Apenas daba cobijo para 30 personas, y según llegué buena parte del personal me dio la bienvenida como si fuera yo la reina de Saba. Tras preguntarme un par de veces si viajaba sola, y quizás viendo mi cara descompuesta al responder, Marco, el propio recepcionista, dejó claro que yo no sería ni la primera ni la última turista sola.

Las mejores aventuras suceden cuando no hay planes.‘ Repitió mirando para el resto de trabajadores. Daba la impresión de que les dejaba claro que allí nadie más debía preguntar por mi acompañante, y fin.

Y para seros totalmente sincera, me pasé dos días enteros sin ser capaz de salir de mi habitación. Pensaba que recorrer la isla lo único que me traería serían recuerdos preciosos con Rubén, más tristeza y otra dosis de llantos imparables. Miraba mi teléfono y tanto mis amigas como mi suegra me pedían fotografías o algo que les indicase que estaba haciendo bien las cosas. ¿Me iba a pasar más de una semana metida en aquella cama? Menuda terapia de mierda.

lanzarote soledad

Así que al tercer día resucité. Me tomé un café mientras Marco me sonreía desde el otro lado del restaurante buffet y después me acerqué a él para pedirle ayuda con el alquiler de un coche. Quería ser libre de perderme por Lanzarote, conducir y poner la música muy alta. Irme a la playa más remota y bañarme desnuda, gritar sobre el Timanfaya. Así que, de entrada, necesitaría un bien vehículo que soportase mis locuras transitorias, un Jeep descapotable, ese con el que mi pelo pudiese bailar en el aire.

Y puede que de algún modo, así empezara todo. Cuando arranqué por primera vez aquel coche me sentí renovada de pronto. Puse a mi lado mi mochila: mapa, toalla, crema solar, gafas de sol, bikini, monedero, cartera, teléfono móvil… Lo tenía todo para empezar. Las ganas me habían surgido de golpe. Un impulso brutal me hacía sentir aquel motor como una inyección de vitalidad. A aquello era a lo que se refería la madre de Rubén, o al menos a algo muy similar.

Marco me indicó un par de lugares a los que me recomendaba ir. Tomé nota y después salí del aparcamiento haciendo caballitos con el coche. La falta de costumbre. Un ataque de risa me invadió, frené en secó y volví a empezar para incorporarme a la estrecha carretera.

Empecé a lo grande, era un día de sol muy despejado y mi intención era subir hasta el Mirador del Río. Rubén y yo nos habíamos quedado en la base del risco de Famara, pero necesitaba llegar allí arriba. Las vistas de las islas, aquello parecía una película en directo. Respiré, observé el cielo, el mar, las olas rompiendo contra las rocas. Mientras los turistas se agolpaban uno tras otro, yo me mantenía en silencio sin dejan de mirar al infinito. Había sacado ya varias fotografías con la cámara que mi hermana me había dejado para el viaje, y en aquel instante solo necesitaba pensar, en nada y en todo. Vi a una pareja besándose con cariño, sonreí y decidí continuar mi camino. Un sentimiento agridulce me hizo para por un segundo antes de volver a arrancar el coche, quizás la soledad quería volver a llevarme con ella, no podía dejarla, aquel viaje no era para eso.

Casi a media mañana el sol volvía a apretar con fuerza. Me unté de crema, me puse la gorra y miré mi mapa señalando con un dedo la conocida playa del Papagayo. Sí, Rubén y yo habíamos pasado horas tirados en aquella arena, pero era mi prueba de fuego. También era uno de los lugares más preciosos de la isla y quería regresar como fuera. Me preparé para la llegada, prometiéndome incluso en voz alta que no iba a sentirme mal al ver de nuevo aquella playa.

Qué lugar, era casi como una postal dibujada hecha realidad. Ya empezaba a haber gente así que tomé posiciones en cuanto pude, coloqué mi toalla y tomé uno de mis libros mientras dejaba que el sol me tomase por completo. Unos niños jugaban en la orilla, sus padres les ayudaban a construir un fuerte. Un grupo de chicas comentaban entre bromas cómo había sido su noche anterior en la discoteca del hotel. Una pareja discutía tras de mí sobre la cantidad dinero que se habían gastado en lo que llevaban de viaje. Me tumbé y acunada por el sonido de las olas dormité unos minutos.

lanzarote papagayo

El calor sofocante me hizo abrir de nuevo los ojos. Había olvidado mi botella de agua en el coche, aunque también era verdad que con aquella temperatura mi botella sería ya caldo más que agua refrescante. Miré hacia los lados y en lo alto del acantilado localicé un chiringuito. Recogí las pocas cosas con las que había bajado a la playa y me fui directa a aquel bar.

Era verdad que Rubén y yo habíamos visto aquel lugar y habíamos comentado las buenas vistas que debía tener su terraza. No nos equivocábamos en absoluto. Desde aquel balcón se veía perfectamente la playa y el mar abierto rompiendo contra el acantilado. Tomé asiento en la que consideré la mejor mesa, bajo una sombra que me refugiaba del calor. A los pocos segundos, un chico con cara despistada se acercó a mí.

Buenos días señorita, ¿viene usted a comer?

Mmmm… no, por ahora lo que necesito es beber el agua más fría que tengas, por favor.

¿Agua gélida en una isla volcánica? Pues déjeme que lo consulte…

Volvió dentro del local sonriendo y yo continuaba abanicándome con el menú que había sobre la mesa. Al rato tenía ante mí un vaso inmenso lleno de hielo y una botella de agua casi congelada.

A esto lo llamo yo efectividad, mil gracias.

He puesto a los pingüinos a trabajar para sacar del fondo la botella más fría, ¿eh?

Di un trago y me iluminé. Miré el reloj, era casi la una y media del mediodía, el calor era más que lógico. Saqué mi libro de mi mochila y tras enviar un par de fotos a todas aquellas mujeres que estaban tan pendientes de mí, me metí de lleno en la lectura.

Mi calma la rompió de nuevo aquel camarero, que tras mantenerse a mi lado un instante volvió a preguntar nervioso si me había pensado lo de comer algo.

Ah, pues sí, ¿me puedes recomendar algo?

¿Pescado? ¿Verduras?

Me da igual, lo que tú comerías un día como hoy, me sirve.

Aquel chico se puso entonces rojo como un tomate maduro. Quise disculparme por si había sido demasiado informal pero al momento se empezó a reír respondiéndome con la misma moneda.

Uy hija, no sabes lo que dices… pero vale, una ración de lo que yo quiera para la señorita…

Su marcado acento canario me hizo terminar aquella conversación con una sonrisa casi de oreja a oreja. De repente me di cuenta de que aquella chica era yo, la mujer desaparecida en la tristeza, la chica lanzada y disparatada que había sucumbido a la tristeza total. Había vuelto a asomar ese toque que tanto les gustaba a los que me rodeaban. Suspiré en parte orgullosa, por supuesto que quería volver.

Por aquí, para empezar, una ración de papas con mojo y para seguir, unas buenas lapas frescas. Y cuidado porque no he terminado todavía, ¿eh?

Miré asombrada la mesa. Aquel menú tenía una pinta increíble. Me fui directa con el tenedor hacia las papas, tomé una y me la metí en la boca mientras aquel camarero sonreía orgulloso. Casi me muero del susto, del picor y del ardor que recorrió mi cuerpo según masticaba aquella papa arrugá.

¡Pero me cago en todo veinte veces!‘ Tomé el vaso de agua con los ojos llenos de lágrimas.

El mojo picantito, ¡como tiene que ser! Aquí a los turistas se lo ponemos suavecito, pero el mojo rico rico es este.‘ Volvió a llenarme el vaso mientras yo intentaba reponerme.

Pues podías haber avisado, amigo. ¿A las lapas también les tengo que tener miedo?

No mujer, las lapas son un manjar por sí mismas. Las he aliñado yo, así que ya me dirás si vale la pena o no…

Vaya, ahora me lo has dicho y no voy a ser capaz de decirte que están malísimas.‘ Reí tomando la primera lapa y metiéndomela en la boca procurando no mancharme.

El sabor era impresionante. El mar de la lapa, un poco de limón, vino blanco, aceite de oliva… Podría haberme comido cinco platos completos y me hubiera quedado tan a gusto. El camarero esperaba mi veredicto aunque por mi cara podía interpretar el resultado.

Son horribles…

¡Gracias! Todo un alago, son mi especialidad…

Se giró de nuevo y volvió a la cocina, yo agarré sin pensármelo otra lapa y la saboreé sin dejar de mirar el mar. Después volví a darles otra oportunidad a las papas, el mojo estaba alucinante, en su justa medida combinaba a la perfección con las papas. Menudo homenaje gastronómico me estaba dando.

Me niego a que te comas ese plato de lapas con agua.‘ Sin darme ni cuenta aquel chico volvía a estar junto a mi mesa, descorchando una botella de vino blanco y sirviendo después una copa ante mis ojos.

La terraza empezaba a llenarse aunque sin duda mi mesa era la mejor posicionada de todo el chiringuito. Bebí el vino lentamente y para cuando estaba terminando la última papa, mi amigo el camarero volvía a acercarse con un plato de pescado entre las manos.

El mejor plato del día, pescado fresco, a la espalda, lo mejor que vas a probar en Lanzarote, prometido.

¿Este también lo has pescado tú?

Ay no hija, este lo trajo uno de los pescadores del pueblo, pero doy fe de que es más fresco que tú y yo juntos.

Le di las gracias y un poco obligada porque no podía más, probé aquel platazo. Terminé la comida sudando por todo lo que me había metido entre pecho y espalda. Estaba todo delicioso, aunque ahora lo único que necesitaba era volver al hotel y echarme una buena siesta. En cuanto pude frené a aquel chico para pedirle la cuenta, pero él solo me hacía señas de que esperase un segundo. Pasó algo más de media hora, cuando la terraza empezaba a vaciarse, cuando el camarero volvió a mi mesa.

¿Qué tal has comido? ¿Quieres un postre o un café?

No de verdad, estaba todo buenísimo, felicita al cocinero de mi parte. ¿Me puedes traer la cuenta?

Claro, pero insisto, ¿me dejas invitarte a un licor casero? No deberías irte de aquí sin probarlo.

Ufff, tengo que coger el coche, te lo agradezco pero los licores no me sientan nada bien.

No el mío, mi abuela dice que es el mejor digestivo de las islas Canarias. Y lo que dice mi Yaya, sellado queda.

Cinco segundos después estábamos los dos sentados alrededor de una botella y dos pequeños vasos. Ubay era el nombre de aquel camarero y, os adelanto algo, aquella tarde no dormí la siesta ni regresé a mi bungalow hasta bien entrada la noche. Digamos que mis planes fueron cambiando sobre la marcha.

lanzarote ubay

Fotografía de portada