Si bien es cierto que vivimos tal vez el cenit del movimiento feminista en occidente – y gran parte del mundo, aunque con un tempo diferente -, el concepto no es nuevo. Siempre ha habido mujeres fuertes e independientes que se han querido liberar del yugo machista que impera en la sociedad, para vivir sus vidas sin rendir cuentas a nadie. Si ahora nos parece difícil, imaginaos cómo debía ser en épocas más oscuras, donde una mujer “liberada” no era más que… una bruja.

Originalmente las brujas eran sanadoras, mujeres sabias, guardianas de una importante tradición oral y grandes conocedoras de la naturaleza. Pero al entrar en la Edad Media la Iglesia Cristiana ratificó su poder y endureció sus prácticas. Surgió así la famosa Inquisición española, el verdugo de Dios.

De sanadoras pasaron a ser envenenadoras, a considerarse malditas, novias del diablo. Vivían en lugares siniestros, aislados, entre ruinas y escombros. El odio y la ignorancia podían hacer que por cualquier motivo – celos, intereses- se desencadenara una denuncia a la Inquisición.  Desde finales del siglo XIV el estereotipo de la bruja representaba una feminidad diabólica enemiga de la religión y de la sociedad en su conjunto. Los mitos sobre su culto a Satán ayudaron a construir una imagen con una gran carga sexual, que atrae y repele al mismo tiempo. Es lo siniestro que se comprende como la presencia de lo ajeno, de lo desconocido y lo oculto, que nunca debió desvelarse.

Fueron muy diversas las personas ajusticiadas en nombre de Dios; niños, niñas, hombres, mujeres, judíos, moriscos, profesionales de distintos ramos, condición, etc., pero la quema de brujas cruzó el continente de punta a punta alumbrando el odio hacia las mujeres. Y la moda llegó para quedarse. Se estima que entre mediados del siglo XV y mediados del siglo XVIII se produjeron entre 40.000 y 60.000 condenas a la pena capital por brujería en Europa – sin contar todas las muertes indirectas por daños sufridos durante el arresto y demás circunstancias derivadas de la sospecha de brujería -. Durante los siguientes siglos, las supuestas brujas ya no se quemaban ni se ahogaban en el río, pero la sociedad las seguía temiendo y aislando.

A las afueras de Barcelona, en la sierra de Collserola, hay una zona que hasta hace poco estaba desvinculada de la ciudad, donde convivían bandoleros y lobos. Una tierra de leyendas donde no faltan, por supuesto, las historias de brujas.

En la carretera que va de Molins de Rei a Vallvidrera encontramos los restos de la masía Can Mallol -hoy solo una pila de escombros junto a la cuneta-, donde según la leyenda vivió una bruja llamada Teia. Teia era en realidad una mujer liberada y desenvuelta que nunca se casó; vivía solamente con su madre ciega y ella sola cuidaba la masía. Hacía lo que le parecía, cuando le parecía, cosa que no gustaba a los campesinos de la zona. Tenía una gran rivalidad con Can Busquets, otra masía próxima, quienes alimentaron el mito de que era una bruja capaz de transformarse en perro.

Según la leyenda, cuando la acusaron de matar al viejo patriarca de Can Busquets, los campesinos de Vallvidrera y los de Santa Cruz de Olorda se armaron y la fueron a buscar. Teia estaba trabajando en el campo y cuando se le acercó la horda de campesinos, se fue sacando la ropa pieza a pieza hasta quedarse desnuda. Después se revolcó por el suelo formando una gran polvareda que no dejaba ver nada. De la polvareda salió un perro rabioso que atacó a los campesinos y huyó, campo a través, hacia el bosque. Desde aquel día, nunca más nadie volvió a ver a Teia, la última bruja de Cataluña.

Aran Az.