Las malas personas también pueden tener hijos.

Para bien y para mal, la naturaleza no exige certificados de idoneidad.

Es más, aunque las autoridades sí los exigen en el caso de los padres y madres adoptantes, ese papel no certifica su bondad.

El cual, dicho sea de paso, es un concepto tan sumamente abstracto y subjetivo, que menos mal que no es posible calificarlo ni cuantificarlo. De serlo, quizá muchos no obtendríamos nunca la nota suficiente para que se nos considerase aptos.

Y solo pensarlo da miedo, la verdad.

El caso es que el azar que decide quién tiene hijos y quién no, no discrimina en función de la calidad humana.

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Por tanto, ¿qué es lo que nos lleva a convertir por defecto a nuestros padres y madres en seres tan elevados que pareciera que están por encima del bien y del mal?

Son solo seres humanos que se ha reproducido.

Personas con sus virtudes y sus defectos.

Personas a las que amaremos por y pese a ellos.

O no.

Sin embargo, de alguna manera, la sociedad nos obliga a sentir que les debemos nuestro amor y devoción.

Padres, abuelos, son intocables.

Y, ojo, este post no cuestiona la protección y apoyo que se debe dar a nuestros mayores.

Ni tampoco pretende poner en duda las dificultades que entraña la paternidad/maternidad.

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No hablamos de esos padres y madres que cometen errores, que se equivocan.

Hablamos de aquellos que, con hijos o sin ellos, simplemente son malas personas.

Porque convertirte en madre o padre, no te convierte en bueno. No te hace mejor de repente.

En un mundo ideal todos tendríamos un padre y una madre dignos de nuestro amor más puro e incondicional.

Pero, en la realidad, no todos tienen esa suerte.

¿Qué pasa si el nuestro es un padre horrible, una madre detestable?

Pues, para empezar, que no estamos obligados a quererlos.

No. No es algo que se sienta por simple imposición.

Tenemos derecho a decidir si los queremos.

Tenemos derecho a decidir si merecen nuestro amor y nuestro respeto.

Basta ya de ‘pero, a ver, que son tus padres’ y frases similares, porque ese argumento por sí solo no tiene ningún valor.

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Deberíamos poder vanagloriarnos del amor que profesamos a nuestros progenitores con la misma libertad con la que deberíamos poder decir, sin miedo a ser censurados, que no sentimos nada bueno por las personas que nos han criado.

No sabemos lo que hay detrás, lo que ha propiciado esos sentimientos, o la total falta de ellos.

No juzguemos sin conocer.

Y a ti, a ti que no has tenido fortuna en el reparto, no es tu culpa.

No te obligues a sentir lo que no sientes, no te fustigues por sentir lo que sí sientes.

Solo tú sabes si está justificado.

 

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