Todo empezó una noche de chicas.

Una de esas que llevábamos varios meses intentando organizar; que iba a ser una escapada a Canarias, luego un finde en un spa, después una excursión a la playa y que, finalmente, se quedó en cena y copas.

Pero lo importante es que habíamos conseguido quedar y salir a pasarlo en grande todas juntas.

No era moco de pavo cuadrar las agendas de cinco mujeres, de las cuales cuatro tenían al menos un hijo pequeño.

La única sin criaturas a su cargo era yo, pero solía trabajar los fines de semana, por lo que tampoco lo ponía fácil por mi parte.

El caso es que fuimos a cenar a un restaurante muy chulo, a tomar una copa y por último a bailar a un local que nos encantaba cuando éramos más jóvenes y en el que, en aquel momento, nos sentimos un poquito desfasadas.

Le llevo casi 20 años a mi marido y a la gente le sorprende el motivo
Foto de Andrea Piacquadio en Pexels

Fue allí donde se me acercó un chaval tan mono como jovencito y con unas maneras muy poco ortodoxas y discretas. Educado y sin faltar al respeto, pero me entró tan a saco que yo no sabía si reír u ofenderme, porque lo mismo era una broma pesada o algo. A mí no me cuadraba. No me podía creer que aquel chiquillo con pinta de rebelde sin causa —al que le sacaba por lo menos una década— estuviera de verdad intentando ligar con una tía como yo. Que la verdad es que esa tarde me había esmerado y me había maquillado muy guay; aunque seguro que cualquier duda sobre mi edad quedaba despejada cuando uno se fijaba en las cuatro mujeres de treinta y tantos con las que bebía y bailaba como si hiciera más de diez años que no salíamos en condiciones.

 

El caso es que el chico no se rindió a la primera de cambio. Ni a la segunda. Y yo llevaba un puntito muy gracioso que me hacía dejarme llevar sin darle demasiadas vueltas. Pero una de mis amigas iba un poco más pasada que yo. Y cuando cogimos nuestros bolsos y chaquetas para retirarnos, se acercó a él y, entre un montón de aspavientos, movimientos extraños y un ojo medio cerrado, le dio mi número. El de verdad.

A la mañana siguiente me levanté con una resaca criminal y un pelín avergonzada por haber estado flirteando con un nené. Muy guapo, pero un nené al fin y al cabo. Me tomé un ibuprofeno y me dije que seguro que él también iba perjudicado y ya ni se acordaba de la señora aquella del pub.

Pues sí se acordaba. Me escribió y, pese a que mi primer impulso fue bloquearle, al final le contesté. Y, como en vez de preguntarme si quedábamos o decirme guarradas o mandar fotopollas, lo que hacía era hablar y sacarme unas buenas risas, guardé el contacto en la agenda. Al final de la primera semana fui yo quien inició la conversación. Un mes después empezamos a llamarnos en lugar de escribirnos.

Siete semanas más tarde de aquella anoche de chicas, acepté su invitación a cenar.

Nunca había estado tan nerviosa antes de una cita. Me temblaban las piernas y me dolía el estómago. En parte porque seguía sin creerme al 100 % el interés que Pablo tenía por mí. En parte porque me daba miedo lo que sentía.

¿Cómo podía estar tan tontorrona por un chico de 21 años siendo yo toda una mujer de 39?

Me daba hasta vergüenza.

¿Qué coño pintábamos juntos? Fijo que la peña se nos quedaba mirando. Dios, podía ser su madre.

¿Y si me llevaba al Burger King? ¿Le pedía un King JR mientras él se iba a la zona de juegos?

Es que me entraba la risa nerviosa, pero las ganas de verle podían más.

Y cuando por fin le volví a ver en persona, me olvidé de todo. De mi edad, de la suya, de la gente, de lo que pudieran opinar.

Solo disfruté, reí, bailé, besé… y me volví a mi casa con los zapatos en la mano y el alma vibrando muy alto.

 

No tardé mucho en darme cuenta de que estaba pillada hasta las trancas. Pero no quería admitirlo porque me moría de la vergüenza. Tanto era así que apenas volvimos a hacer planes en público. No quería arriesgarme a que algún conocido me viese con él por ahí. Mucho menos en actitud cariñosa, vamos.

Lo que ocurrió entonces fue que Pablo se cansó. Ese chico de 21 años, cariñoso, maduro, responsable, trabajador e independiente, me dijo que me quería, pero que no iba a ser mi amante en la sombra ni mi toy boy para pasar el rato.

Porque, ay, amigas, él me quería para mucho más.

Me quería como su pareja. Quería presentarme a su familia, a sus amigos. Quería hacer planes a largo plazo conmigo.

Y esa mujer de 39 tacos se acojonó y huyó, porque sería muy mayor para estar con él, pero se estaba comportando como una niñata inmadura y cobarde.

Le llevo casi 20 años a mi marido y a la gente le sorprende el motivo
Foto de Becerra Govea Photo en Pexels

Afortunadamente, recapacité y fui a buscarle antes de que fuese demasiado tarde.

Él me quería, yo le quería, éramos felices juntos. A la mierda lo que pudiesen pensar los demás.

No voy a decir que los nuestros —los únicos que nos importaban— lo llevaran bien desde el principio. Algunos lo dijeron abiertamente, otros se cuidaron de guardárselo para sí mismos, no obstante, sabemos que hubo personas muy importantes para nosotros que pensaron que lo nuestro no iba a ningún lado.

A nosotros nos dio igual.

Seguimos adelante con nuestras ilusiones intactas. Nos fuimos a vivir juntos cuando nos cansamos de pagar dos pisos para solo usar uno. Tuvimos una niña que nació dos días después de que Pablo cumpliera los 24 y nos casamos cuando ella sopló su primera velita.

Y esta es nuestra historia.

A mí me parece preciosa, pero el tema es que le llevo casi 20 años a mi marido y a la gente le sorprende el motivo. Cuando el único motivo es el amor, sin más.

El AMOR que sentimos el uno por el otro y que seguro que no llamaría tanto la atención si fuera él quien me sacara 20 años a mí.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia REAL de una lectora.

 

 

Envíanos tu historia a [email protected]

 

Imagen destacada