No es una anécdota actual, aunque la recuerdo como si hubiese ocurrido ayer mismo. Por necesidades familiares, tuve que ponerme a trabajar a los 17 años. Tras dos años ahorrando como una hormiguita, pude sacarme el carné de conducir y comprarme un coche de tercera/cuarta mano. Mi coche era todo para mí, incluso mi habitación. Literal.

En aquella época mi novia y yo no teníamos muchas opciones para conseguir intimidad. Su casa o la mía, con la consecuente incomodidad de la presencia de familiares pululando mientras intentas concentrarte en darle al tema. De últimas, aunque no fuese el lugar más confortable del planeta, el coche se convirtió en ese espacio nuestro que nos permitía dar rienda suelta a nuestra pasión.

Somos de Barcelona. Normalmente, buscábamos sitios alejados y oscuros, a las afueras de la ciudad. Quizá Collserola o algún apartadero en la Conreria, pero aquella vez nos paramos en las inmediaciones del Parque del Laberint d’Horta. Si doy datos es para que estés al loro y, si sufres un calentón, pienses bien dónde pararte.

Donde caben dos, caben tres

De esto que te aparcas pasada la medianoche, luz tenue y soledad. Como estrategia, solía colocar toallas en las ventanas, pero aquella vez no lo consideré necesario. Además, el vaho enseguida empañó los cristales y me sentí protegido. Fue cuando vi el puntito rojo. El piloto. Una luz.

Al principio no le presté atención. “Será un semáforo”, pensé extenuado y sin razonamiento ninguno, con la mente nublada por la oxitocina liberada. Pero la lucecita de los cojones apareció en la otra ventana. “¿Otro semáforo?”. No, no era un semáforo. Era un fulano con una cámara.

Lo primero que me salió fue tapar a mi chica; en cambio, me olvidé de mí. Con el culo al aire, abrí la puerta del coche con intención de espantar al amigo. Sí, era un tío, vestido de negro y con gorra pasadas las 12 de la noche. Quise perseguirle, pero mi novia me gritó: “¡Los pantalones!”, y claro, perdí tiempo. No me puse los pantalones, sino que me paseé por todo Horta-Guinardó en gayumbos, pero lo encontré sentado en un banco y visionando el material que había grabado. Al verme, el colega flipó y volvió a echarse a correr. Siguió tocándome los huevos con una dosis de ejercicio extra, ya que ese día ya había ido al gym y también llevaba un buen rato follando, así que estaba agotado. De la rabia saqué la energía suficiente para darle caza y reventarle la cámara contra el suelo. Él huyó y yo me quedé con los restos del chisme.

La mala suerte se cebó conmigo

De regreso al coche, donde me esperaba mi novia, me pararon los Mossos d’Esquadra. Era un chaval de 18 años paseando por la vía pública semidesnudo. Los polis fueron majos, se descojonaron un rato con mi desgraciado coitus interruptus y me permitieron quedarme la cámara para que pudiese deshacerme del contenido íntimo.

De regreso a casa, recuperé la tarjeta de memoria de la cámara y mi sorpresa fue que… mi novia y yo ganaríamos pasta en la industria del porno. Nah, es broma. Descubrí que nosotros solo fuimos una pareja más de las tantas que salían en las imágenes. También había peña montándoselo en otros lugares, como en la playa.

Destruí la tarjeta y jamás volví a follar en el coche; prefería tener de espectador a mi suegro que a un jodido mirón.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.