Pues eso.
Sin más.
Soy una llorona.

Lloro tanto y tan a menudo que cualquiera diría que me encanta, casi una especie de hobbie (hay quien va a la montaña a hacer senderismo y yo lloro, que ejercita y tonifica los músculos torácicos y faciales). Qué se le va a hacer, soy de glándula lacrimal fácil, de verdad que no puedo evitarlo. Yo me digo “Chica, ya estás mayorcita. NO LLORES, que no es plan”, pero a mis ojitos les da igual, han decidido que van a desahogarse y mi opinión les importa un bledo. Cada vez que intento impedir que den rienda suelta a un mar de lágrimas se amotinan en mi contra. Tal cual os lo cuento. De hecho tengo comprobado que cuanto más intento resistirme, peor es el resultado, como si fuera una venganza.

Lloro siempre que surge la oportunidad:

Lloro cuando matan al perrito de la película.

Lloro cuando mi personaje preferido del libro sufre.

Lloro cuando después de tantas vicisitudes triunfa el amor en una serie.

Joder, que lloro hasta con los anuncios.

Y con las canciones.

Uf, las canciones.

Lloro en privado y en público (incluido el metro).

Lloro cuando me dan una buena o una mala noticia.

Lloro cuando no me creo la (mala) suerte que tengo.

Lloro de rabia.

Lloro porque nunca volverá a haber un “nuevo disco” de David Bowie.

Lloro por gente que se lo merece y por gente que no.

Lloro cuando me enfado (lo cual, me quita bastante autoridad, por cierto).

Lloro cuando me decepcionan,

y también cuando me dan más de lo que esperaba.

Lloro si me rompen el corazón y si lo toman prestado.

Lloro porque tengo miedo o porque no soporto la expectación.

Lloro por culpa de los nervios.

Lloro cuando hay turbulencias en un avión.

Lloro de risa.

Lloro cuando hace mucho frío y viento.

Lloro viendo las noticias (como para no hacerlo)

Lloro en los cumpleaños.

Y cuando alguien importante se olvida del mío.

Lloro viendo fotos de hace años, porque el tiempo se me empieza a ir de las manos.

A veces lloro en silencio, otras con una sonrisa. Lloro lagrimillas que se pierden antes de llegar a mis mejillas o me convierto en un aspersor humano entre sollozos que reclaman un hombro amigo sobre el que desahogarse. Lloro de muchas formas distintas, pero la peor de todas es cuando lloro sin que se entere nadie. ¿Y la mejor? Cuando después de llorar y llorar acabas cerrando discotecas a las seis de la mañana tras una gran noche porque te convencieron de “que no valía la pena seguir llorando”.

SOY UNA LLORONA.

 

Y no me avergüenzo. Porque el cuerpo es sabio y me da lo que necesito, una vía de escape para emociones que me desbordan, positivas y negativas. Qué se le va a hacer si soy una maldita cría hipersensible con la inteligencia emocional de una cerilla. Solo sé que después de llorar, las alegrías parecen más dulces, más ciertas y tangibles; y las penas, una carga un poquito más ligera.

Lloronas y llorones del mundo, no os avergoncéis de vuestras lágrimas. No os dejéis engañar, que no os digan que sois más débiles por ello. Las lágrimas no son flaqueza, son las armas con las que lucha nuestro cuerpo. Seguid luchando, seguid llorando cada día si es necesario. Y después, pues después nos las secamos.

Firmado, una llorona de cuidado.