Los infames 30

Siempre creí que la vejez era algo que llegaba de forma progresiva: pequeños cambios repartidos en intervalos considerables de tiempo. Pero no, en mi caso fue como si los achaques estuviesen esperando por mí en la línea de llegada cuando pisé los treinta.

Lo primero: me agaché a recoger un juguete de mi hijo y ya no pude erguirme por una semana. “Un lumbago” me dijeron. Era uno de esos términos que había escuchado repetidas veces en mi vida y no tenía idea de que significaba, como “estoicismo”, “inconexo”, o “paupérrimo” palabras vacías cuyo significado no me interesaba porque nunca había necesitado usarlas, solo sabía que era como si me hubiesen penetrado el coxis con un sacacorchos.  

¿Estamos asustadas? Lo estamos. 

Porque a eso le siguió la primera cana, el típico “si no es en mi cama no descanso”, el comenzar a excitarme más con Colin Firth y Russel Crowe  que con Robert Pattinson, y a preferir invertir los sábados en hacerme los pies y un facial a salir de farra.

Era lo suficientemente madura para que un par de tragos me cayeran pesado, pero no tan inteligente como para saber cuando pararlos. Tenía el nivel de responsabilidad exacta para saber que debía preparar una cena sana, pero no la fuerza de voluntad necesaria para dejar de pedir una pizza que al día siguiente, al comer recalentada, me daría indigestión.  

¿Estaba envejeciendo? Sí.

¿Me estaba haciendo más sabia? Joder, no. 

¿Qué tiene el tercer piso que uno despierta con dolor de todo y con más urgencia de café que de cepillarse los dientes?

 Es todo el embrollo, sin ninguna de las bondades: responsabilidades, aún ver la regla, dormir mal, pero igual despertarse temprano por la costumbre. Querer follar, pero carecer de la energía para hacerlo. Querer a tu madre, pero no soportarla, (y algo similar pasa con los hijos, aunque no sea socialmente correcto admitirlo) pero estemos claras que joden como nada. 

Y ni hablar de la culpa por todo lo anteriormente mencionado, esa que no te deja dormir bien a pesar del cansancio, y que te despierta más temprano que la misma rutina: por haberle gritado a los niños, por tener la casa hecha un chiquero después de haber pasado la última media hora viendo un capítulo repetido de Friends por enésima vez (un concepto algo deprimente de diversión, pero venga, que son efectivos).

¿Y no les pasa que se ven en el espejo y piensan “estoy en mi momento más follable a pesar de las lorzas, las ojeras,  y las tetas caídas? Porque es extraño pero pasa, y a los treinta y tantos muchas nos encontramos mentalmente jodidas, pero la autoestima, a pesar de las adversidades, está un poquito más más alto que en los veinte. Y a pesar del cansancio, las ocupaciones y las quejas, sabemos y tenemos bien claro, que somos capaces de absolutamente todo lo que venga.

Danellys Almarza