Recuerdo un chico que me daba vergüenza cuando me miraba y otro al que yo miraba para dársela a él. Recuerdo un beso ebrio en la esquina de una plaza y un aliento etílico inundándome la boca. Tengo el olor del cacao de kiwi grabado a fuego en la memoria, mezclado con el sabor de la cerveza.

Di un beso que sabía a calimocho sin saber que sería el primer beso que me iba a gustar y crucé Mérida orgullosa de la mano del guapérrimo del autobús que para encima besaba bien.

De vuelta al hotel recuerdo una lengua que no se estaba quieta y un cuello que sabía a mi saliva. Me veo reflejada en sus pupilas, aunque algunos digan que no es posible, y una nuca rapada que atrae mi mano hacía mi como la luz a las polillas, mi media melena lisa y sosa cayendo hacía delante con cada beso.

Sus ojos cerrados y los míos abiertos no queriendo perder detalle. Su voz ronca de puro deseo diciéndome que le volvía loco, mi sonrisa tímida orgullosa de gustar.


Pantalones que se desabrochan y caen al suelo, un tatuaje azul en el gemelo que no puedo dejar de tocar, la camiseta que se pierde entre las sábanas. El primer botón de mi pantalón y todos los de la camisa que no me quito. Mi estúpida moral y sus restrictivos límites.

El acuerdo tácito de no pasar de los besos por la conversación explícita de no hacer nada que yo no hubiese hecho antes. ¿Pero por qué? Porque eso tiene que ser con alguien muy muy especial. Fue la primera vez que me lo dijeron, pero no la única. Hay quien creerá que tuve suerte y quien piense, como yo, que fue una pena no haber follado la primera vez por puro deseo y sin pensar.

Una polla que va por libre y decide crecer por su cuenta y riesgo. Mi mente a mil por hora ¿qué coño hago yo con esto? Instinto.

Unas manos que me agarran con fuerza el culo por encima del vaquero, pero que nunca llegan donde yo deseo. El corazón a mil por hora. Se nos hace de día y el profesor aporrea la puerta. Antes de salir, nos hacemos un par de fotos rápidas con su réflex en la cama revuelta.

Salgo de allí triunfante, con una sensación de confusión y euforia que no sé explicar. Supongo que «dieciséis años» es un buen resumen. Los labios sangrando, la barbilla en carne viva, la sonrisa puesta.


Día de visitas y excursiones que son un trámite para que vuelva a llegar la noche. Y por fin la noche, y por fin les damos esquinazo a todos y por fin volvemos al hotel.

Recuerdo el gas de una tónica, el humo de un peta y el sabor de un chicle de menta. El maldito cacao de kiwi que escuece un montón. La condensación de las feromonas.

El ruido constante de una boca cuando se separa de otra. El ruido de una boca cuando se abre para recibir a otra. El ruido de la risa cuando la están riendo.

Una tercera noche igual de febril que las dos anteriores. Una tercera mañana distinta. Una mirada que ni reconozco ni sé interpretar, palabras vacías, preguntas estúpidas y explicaciones que no pedí.

Un autobús y más de seiscientos kilómetros para pensar.

Lo de llorar abrazada a la taza del váter, vomitar por la nariz, discutir con un profesor sobre mi vida sentimental, la envidia y el dolor ya si eso lo dejo para otro día.

 

La Vetusta Bloguera