Tengo treinta y cinco años y los tíos con los que me he acostado duplican casi mi edad.

Los ha habido de todas las clases, altos, bajos, gordos, delgados, guapos y feos. Y cabrones, cabrones un rato.

He querido cosas diferentes a lo largo de mi vida. Amor, una manta y una peli en un día de lluvia, sexo salvaje en un  parking de un cine a las 4 am o un orgasmo rápido en menos de cinco minutos sin tener ni siquiera que preguntarnos el nombre, pero puedo decir que he aprendido algo de cada uno de ellos, por pequeño que sea.

De Víctor (al que cambiaré el nombre) aprendí lo que era el amor propio. Estar con él era como una droga para mi cuerpo. Ni siquiera teníamos buenos polvos, pero había algo en su piel que hacía que la mía respondiese automáticamente. Me trató como una mierda durante años pero estaba tan enganchada a él que dejé que me humillara sólo para retenerlo a mi lado. El día que sentí que me estaba perdiendo a mí misma, me marché. Pero desde él jamás volví a dejar que nadie me tratase mal, ni en la cama ni fuera de ella.

Jaz fue otro de los polvos de los que más aprendí. Él no era español, ni siquiera hablábamos el mismo idioma, pero había algo en él que me despertaba una ternura especial. Estuvimos juntos un seis o siete meses y follamos poco, él tenía un problema médico que hacía que no tuviese apenas erecciones.  Sin embargo, recuerdo nuestros encuentros como unos de los mejores a lo largo de mi vida. Creamos una atmósfera preciosa. Nos hacíamos el amor con los manos, con los ojos, con la piel. De él aprendí que el sexo es algo más que la penetración, que a veces puedes hacer el amor incluso sin tocar. Aquella relación me hizo entender lo importante que para mí era tener intimidad. Aún seguimos viéndonos cada vez que viajo por trabajo a Paris.

polvos

Con Pedro aprendí a dejar ir. Lo conocí en un bar- como todas las grandes historias de amor- y me enamoré de él durante los tres primeros minutos en los que lo vi arremangarse la camisa y sonreírle al camarero.  Él estaba casado – aún lo está- pero no me importó. Me mentí a mí misma y me dejé enredar entre las sábanas de todos los hoteles baratos de Madrid y en cada uno de ellos iba dejando una excusa. Pedro y yo hacíamos armonía en la cama. Jamás disfruté tanto con ningún hombre o mujer como lo hice con él. Era como si supiese presionar teclas en mi cuerpo que yo no conocía.

Me enamoré tanto que empecé a querer más. Odiaba los viernes por la noche en una cama distinta cada semana y empecé a desear levantarme con él siempre en la misma habitación aunque Pedro no estuviese dispuesto a darme más.

Al final me fui- aunque nunca lo haya hecho del todo- aprendiendo la lección más valiosa que la vida y Pedro me pudieron dar: Todo es temporal y aferrarse a veces a las cosas que amamos cuando no son para nosotros a la larga duele más.

 

Anónimo