Cuando mis hijos eran pequeños pensaba que, a medida que se fuesen haciendo mayores, los numerosos quebraderos de cabeza que me provocaban iban a ir disminuyendo.

Ilusa de mí.

Los motivos de preocupación fueron cambiando, pero no he dejado de estar preocupada por algo desde que me quedé embarazada.

Ni siquiera ahora que el mayor está empezando a sentar la cabecita y a centrarse en los estudios; y que la pequeña parece que va por el mismo camino.

Hace unas semanas empecé a notar a mi hija más taciturna y malhumorada de lo habitual. Tiene diecisiete años, o sea que lo de sus cambios de humor no me pilla de nuevas. Básicamente porque yo era igualita a su edad. Con eso y todo, la chiquilla estaba rara y tristona, así que el otro día la recogí en el instituto, me la llevé a tomar un helado y, mientras paseábamos, le pregunté qué le pasaba.

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Me dijo que nada, que estaba cansada porque durante el verano había perdido la costumbre de madrugar. Ya.

No esperaba que me lo fuese a contar a la primera, de modo que no la presioné más.

Me limité a decirle que la quiero y que siempre estaré ahí. La verdad es que me quedó un poco rollo película de sobremesa del domingo, aunque lo importante era lanzar el mensaje.

Y mi hija lo recibió, porque esa misma noche se me unió en la cocina para ayudarme a preparar la cena. No me contó nada relevante, pero la conozco y sé que esa es su manera de tantear el terreno para decidir si me hace partícipe de sus movidas o no.

Suele actuar así cuando tiene problemas con una de sus amigas, con un chico, cuando le va mal en alguna asignatura, etc.

Viene, me habla de cualquier trivialidad, me pregunta por mi trabajo, comentamos algún cotilleo… Y uno o dos días más tarde se sienta a mi lado en el sofá, apoya la cabeza en mi hombro y me confiesa qué es lo que le pasa.

No sé en qué momento establecimos esa dinámica, pero me da tranquilidad conocer los pasos y poder prever cuándo será el siguiente.

No obstante, pese a que sabía que pronto llegaría el momento en que mi niña se sentaría a mi lado para contarme lo que la tenía inquieta, ni por un segundo me planteé nada parecido a lo que me dijo cuando finalmente vino a mí.

‘Mamá, me acompleja mi chocho’. Las palabras que nunca pensé que iba a escuchar.

 

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Me quedé rígida en el asiento. Ella tampoco se movió, seguía apoyada en mí, mirando hacia la tele y también inmóvil. Sé que no le gusta tener contacto visual cuando hablamos sobre algún tema delicado, por lo que me obligué a seguir acariciándole el pelo y a decir algo pronto. Seguro que le había costado mucho hacer tamaña confesión, no quería hacerle sentir mal con mi silencio incómodo.

Entonces voy y le digo, como si tal cosa, ‘cariño, tienes un chocho precioso’.

Y al instante sentí que se revolvía para decirme ‘joder, mamá’.

Yo no me quedo a gusto y sigo con ‘a ver, es que no hay chocho bonito, hija. Ni feo. Ni del que avergonzarse. Hay tantos chochos como mujeres y todos son normales y perfectos. ¿Qué es lo que se supone que le pasa al tuyo? Hace tiempo que no te lo veo, pero vamos, siempre ha sido de lo más normal’.

Debieron de traicionarme los nervios por la impresión, que le solté todo el cuestionable speach casi sin respirar.

Gracias al cielo mi hija no se levantó y se fue a su cuarto, tal y como llegué a temer. Hizo como que se incorporaba, aunque al final se lo pensó mejor y siguió en esa posición con la que no teníamos que vernos las caras. Cosa que creo que hasta agradecí yo también.

‘Es que… tengo un labio más grande que el otro’.

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Si la situación ya parecía incómoda, imaginaos cuando le pedí que me lo enseñara. Nos hemos visto desnudas treinta millones de veces, pero al nivel de poder observar cómo tenía los labios, pues como que ya hacía años que no.

Yo quería ver con mis propios ojos si la cosa era como para preocuparse, ya que ella no era capaz de explicármelo.

¿Por qué? Porque no se lo había visto.

¿Cómo lo sabía, entonces? Porque se lo había dicho un chico.

Si os soy sincera, constatar que mi hija es sexualmente activa me dejó un poco desestabilizada. Por más que una tenga sus sospechas, a veces simplemente no queremos ver ni saber.

Sin embargo, por otro lado, me llenó de orgullo que hubiera hablado de ello conmigo y que, aun con reticencias y un poco cortada, me hubiera contado lo ocurrido con el chaval ese y su comentario de mierda sobre la vulva de mi niña.

En conclusión, esa tarde hablamos durante horas de chuminos, de chicos, de complejos absurdos y, sobre todo, de sexo seguro, de diversidad y de amor propio.

Ya para terminar, le hablé de esta página.

Y sé que ahora la tiene en favoritos.

 

Anónimo

 

 

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