Así fue, un caminito que aquel personaje – por llamarlo de alguna forma – se labró el solo, a base de ser un completo gilipollas que se presentó a mí con piel de cordero. Claro que lo cierto es que cuando lo conocí yo utilizaba una talla 38, era la clásica chica normopeso y él un tío al que sin lugar a dudas de primeras le entré por los ojos.

Estuvimos juntos un par de años tonteando, volviendo, dejándonos, retomándolo y viviendo muchas noches de pasión hasta que me planté y le dije que juntos o separados. Yo ya tenía una edad, mi trabajo y mis cosas, y necesitaba ya de ya una estabilidad que hasta entonces él no me había dado. Para mi sorpresa su respuesta fue un sí rotundo y en unas semanas nos estábamos mudando a un piso que alquilamos a medias.

Y las cosas nos iban realmente bien. Ese hombre fiestero y alocado pareció sentar cabeza. Él también tenía ya su trabajo estable y nuestra relación era estupenda. Rondábamos ya los treinta y a nuestro alrededor muchos ya se cachondeaban con que pudieran estar empezando a sonar las campanas de boda. Entonces comenzamos con lo típico: regalarnos los novios en una boda, empezar a pensar en serio en esa probabilidad, mirar vestidos con otros ojos… Así fue hasta que la noche de nuestro cuarto aniversario de novios él decidió regalarme un precioso anillo y me juró y perjuró que me querría hasta el fin de los días. Teníamos fecha, en menos de un año pasaríamos por el altar.

Era el momento de ponernos a tope con los preparativos. El hotel donde lo queríamos reservar todo, las flores, la iglesia, los anillos o las listas de invitados. Todo nos ocupaba tiempo, ese que apenas teníamos cuando salíamos de trabajar y coincidíamos los dos en casa. La ilusión con la que organizábamos todo era total. A él se le notaba implicadísimo, seleccionando incluso detalles que yo imaginé que pasarían desapercividos. Los dos teníamos en mente ese fiestón que siempre habíamos soñado, una boda inolvidable no solo para nosotros, sino para los 150 invitados que habíamos sumado al evento.

Faltaban tan solo 3 meses para nuestro día B cuando aquel horrible accidente ocurrió. Salía de mi trabajo y un andamio de la fábrica se desmontó cogiéndome a mí de por medio. Me destrocé una pierna por 5 puntos diferentes y tras pasar varias veces por el quirófano me tocó estar encamada durante mucho mucho tiempo.

Nuestra boda soñada tuvo que posponerse. Lloré muchísimo ante la rabia por todo lo que estaba pasando pero a veces la vida es así y nos toca vivir pruebas que nos llevan al límite. La frustración por todo aquello podía conmigo. Siempre había sido una chica muy activa y el encontrarme de pronto con la pierna repleta de clavos sin poder moverme ni un solo milímetro me consumía por dentro.

Y la segunda fase tras esa frustración fue una especie de depresión que me hizo aceptar lo que me estaba pasando pero hacerlo con una pena inmensa. Mi madre me cuidaba durante el día, colmándome de antojos y de todo aquello que me pudiera sacar un sonrisa. Tenía visitas casi todos los días de parte de mis amigas, mis hermanas o mis suegros. Yo seguía allí postrada, con cero ganas de hacer nada pero habiendo asimilado que aquella era mi vida entonces.

En total me mantuve en aquella cama moviéndome lo justo unos 5 meses, y aunque después comencé con rehabilitación y ejercicios varios, tampoco podía entonces retomar mi rutina habitual. Ya por aquel entonces era consciente de que el encamamiento me había regalado unos cuantos kilos de más. Para cuando me subí al fin a una báscula pude ver con miedo que aproximadamente 15 kilazos de más formaban parte de mi cuerpo. Tuve que comprar ropa nueva aunque por mi parte no estaba preocupada, más bien me había centrado en recuperarme cuanto antes, que mi pierna volviese a ser todo lo funcional que pudiese y retomar nuestros planes de boda aunque fuese cojeando.

Un tiempo después regresé a la tienda de vestidos de novia a las que ya había puesto sobre aviso en torno a mi nuevo cuerpo. Las chicas fueron muy profesionales y en seguida me ofrecieron soluciones para que mi vestido soñado me sentase como guante. Mi novio se había ofrecido a acompañarme, a ninguno de los dos nos importaba el hecho de que viese mi traje antes del día de la boda, y ese mismo día se desencadenó todo.

Recuerdo abrir la puerta del probador sintiéndome como una mierda por cómo me sentaba aquel precioso vestido. Las empleadas no dejaban de repetirme que no pensase en nada, que gracias a sus arreglos luciría estupenda. Entonces miré al que iba a ser mi marido y vi por completo el horror en su cara. Lo único que añadió al verme fue que quizás tendría que pensar en ponerme a dieta estricta hasta la fecha de la boda.

Y no es que yo estuviera todo el día comiendo sin cortarme un pelo, pero después de toda una vida haciendo ejercicio a diario aquel sedentarismo obligado se hacía notar. Las pastillas que tomaba me hinchaban y aunque intentase hacer dieta, en algunas ocasiones la ansiedad por todo lo que había pasado me llevaba a pecar comiendo lo que no debía.

Pero aquella frase de mi pareja me hizo más daño que otra cosa. Él mismo había visto por lo que había pasado. Me había visto llorar casi todos los días, sintió conmigo el dolor tras cada operación y la rabia que sentí cuando tuvimos que avisar a los invitados de que no habría boda. Lo había vivido todo conmigo y lo único que podía decirme en aquel momento era que tenía que ponerme a dieta.

Esperé a estar sentada con él en el coche para decirle que aquello había estado muy fuera de lugar y para mi sorpresa no recibí a cambio una disculpa sino todo lo contrario. Me volvió a mirar y me espetó todo aquello que él realmente pensaba, sin medias tintas, sin censuras.

‘¿Sabes qué? Has aprovechado el accidente para darte a la buena vida, en la cama todo el día, comiendo sin cortarte y ahora te sientes mal porque no entras en tu vestido. Lo que tienes que hacer es adelgazar porque sino vas a acabar siendo una obesa de mierda y a mí eso ya sabes que como que no…’

Obesa de mierda, lo dijo y no lo olvido. Y no me dolió que me llamase todo eso, sino que él tenga esa percepción del físico de la gente. Delgada le valgo, gorda le doy asco. Me indigné de tal manera que solo le pedí que me llevase a casa de mi madre y para cuando logré serenarme un poco volví a preguntarle si de verdad le daba tanto asco mi nueva silueta. Volvió a decirlo, me dijo que me quería porque siempre lo ha hecho, pero que debía ponerme las pilas y adelgazar para atraerle igual que antes.

¿Qué podía hacer entonces? ¿Darle las gracias a ese andamio por caérseme encima y enseñarme la verdadera cara de aquel hombre? Me planté por completo y no le di más oportunidades. Cancelé la boda y le devolví su precioso anillo. Me miré varias veces en el espejo y me reconocí como siempre he sido, fuerte y dueña de mi vida, y no dependiente de un señor que me exigiera adelgazar para que se le siguiese poniendo dura.

Fotografía de portada

 

Anónimo

 

Envía tus vivencias a [email protected]