No sé ni cómo se me ha ocurrido contaros esto. Puede que sea porque os adoro desde hace tiempo y cada vez que mis amigas y yo estamos borrachas recordamos esta historia y terminamos llorando de risa tiradas por el suelo. Así que eso os deseo, que mi humilde pero intenso relato al menos os haga pasar un buen rato (y sin haberlo deseado me ha salido un pareado).

Veréis, tenía yo en aquel entonces unos 18 años. Lo sé porque fue el verano después de la selectividad y todo estaba siendo muy grandioso. Estábamos justo en el mes de julio y hacía un calor infernal en el pueblo de mi amiga Pilar. Su madre, que nos quería mucho como ella siempre decía ‘como si todas fueseis mis hijas‘, nos habilitó varias habitaciones para que todo el grupo de jovenzuelas pasásemos unos días increíbles en el pueblo. Plenas fiestas, orquestas, peñas, botellones, atracciones… Esa aldea pasaban de ser un pueblucho abandonado a tener más vida que Ushuaia en Ibiza y no os exagero ni un poco.

Así que allí que nos fuimos todas, 7 mujeres sin nada que perder y todas las ganas de desfase del mundo, y nos plantamos en villa-Pilar con nuestros petates. Repito, hacía un calor inaguantable y en aquella estepa como mucho te podías dar un regadío con la manguera del jardín del padre de Pilar. Ni una piscina municipal, ni una charca, ni un río en el que mojar los pies. Los pájaros caían redondos y yo después de dos días de borrachera y calor llegó un punto que era más zombie que persona.

Pero había que darlo todo que para eso estábamos en aquella aldea sin asfaltar. ¡Que no decayera! Desde las cinco de la tarde estábamos en la zona de las peñas más jóvenes bebiéndonos nuestros buenos calimochos y tonteando a lo loco con los zagales del pueblo de Pilar. Era una fantasía, ‘Pasión de Gavilanes la estepa edition‘.

Pues resultó que, como os decía, era nuestro segundo día en villa-Pilar y yo bien bien del todo, no me encontraba. Había optado por dormir un poco más que el resto a ver si se me asentaba el cuerpo y me levanté cual señora de 70 años, acariciándome el estómago y diciendo que ‘bien bien no estoy, pero esto es lo que hay‘. La madre de Pilar me dio una manzanilla con anís, a ver si iban a ser gases, y al rato me uní al resto que ya estaban con la previa a la noche que se avecinaba.

El caso es que la manzanilla mágica mucho efecto no hizo, que yo tenía el estómago más en Cuenca que en aquel pueblo. Regurgitaba como un sapo y por mucha fiesta que me plantearan mi cuerpo me pedía más cama que calimocho. Aunque como buena descerebrada joven y con toda la vida por delante me aferré al cántico de las Azúcar Moreno (‘Solo se vive una vez’) y me bebí el primer vaso de alcohol sonriendo a pesar de encontrarme como una mierda.

De estas que uno de los colegas de Pilar se me arrimó y me dijo algo así como que yo era la muchacha más bonita del lugar, y mi cara descompuesta y yo le respondimos que ‘ven pa’quí moreno‘ porque lo mismo con unos buenos besos se me pasaba el malestar. Así que me arrejunté con aquel chico agradable y todavía de vez en cuando un ápice de esperanza me hacía pensar que ya no estaba yo tan mal. Pero sí, que mi estómago no dejaba de bailar y yo venga meterle calimocho pa’dentro. ¿Se puede ser más absurda?

En esto que una de mis amigas dice que en aquel sitio no quiere estar más y que podemos ir a montarnos un rato en los cacharritos. Pensar en una noria, un saltamontes o un tren de la bruja ya me remataba así que solo asentí y decidí ser yo la que sujetase las mochilas mientras las miraba desde tierra. Y así fue hasta que llegamos a la entrada del castillo del terror, momento en el que el zagal con el que me había dado algunos besos optó por insistir a lo loco porque me diera un paseo con él y sus colegas por los oscuros túneles de la atracción.

Yo ya no respondía porque no os hacéis una idea de cómo me encontraba. Me sabía la boca a calimocho y ya no es que me doliera la tripa, es que empezaba ya a tener esos sudores fríos horribles que auguran un fin muy trágico. Pero allí que me metí, de la mano de aquel buen muchacho, apreté el culo lo más grande y traté de correr por los túneles sin dar cuenta ninguna a los sustos que intentaban darnos.

De repente noto que mi acompañante me agarra fuerte del brazo y me echa a un lado del túnel, como escondiéndome detrás de algo que parecía un aparador viejo que formaba parte del decorado. Me dio tal susto que me olvidé por un segundo de apretar esfínteres y en seguida pude notar como algo que no era gas ni tampoco demasiado denso, se escapaba por mi culo. Volví a apretar ya angustiada del todo y él trató de besarme, que ya os digo que aquello me hubiera gustado en otras circunstancias, pero no en aquel momento, no cuando lo único que quería era una váter en el que soltar todo el lastre que me estaba matando.

Eché a correr dejándolo allí desconcertado del todo y no sé cómo aparecí en una sala llena de espejos de esas en las que es muy probable comerse una hostia antes de conseguir salir. Era como una pesadilla, yo ya no podía dar un paso más y apretar el culo a la vez. Me puse a buscar la salida pero entré en desesperación y al final me mareé y no pude más. Allí en medio de la sala de los espejos, mientras que varias copias de mí misma me vigilaban, me cagué irremediablemente.

Es que además no sabéis cómo olía. Creo que en toda mi vida he cagado tan podrido. ¡Pero cómo no iba a encontrarme mal si acababa de expulsar toda la mierda del mundo! Fue instantáneo, llené el pantalón de mierda y mi acompañante apareció y me encontró allí, desorientada, sudada, y oliendo a cerdo podrido.

No fui capaz de explicarle que aquel olor salía de mis pantalones, aunque tampoco dudo ni un poco en que se dio cuenta de la situación ya que yo llevaba unos pantalones de lino color crudo que dejaban poco margen a la imaginación. Solo lo miré y le pedí que me ayudara a encontrar la salida. Mientras nos íbamos pude escuchar a otro grupo que entraba en la sala de los espejos para añadir ‘¿pero esta es la habitación de los espejos o de la mierda? Joder, huele a muerto‘. No los culpo, era terrible.

Mi noche terminó así, al menos aquel majísimo chico me acompañó de vuelta a villa-Pilar sin hacer ni una sola pregunta sobre por qué de pronto caminaba como un cowboy. Mis amigas vinieron detrás, extrañadas y preguntándome dónde me había sentado para tener una mancha marrón inmensa en el pantalón. Solo a la mañana siguiente fui capaz de contarles que me había cagado encima para después prometerme que no volvería a beber de aquel calimocho nunca más en lo que me resta de vida.

 

Anónimo

 

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