No sé si es muy adecuado que os cuente esta historia. En absoluto deseo hacer apología de nada, de hecho ahora que tengo mis casi 45 y mis hijas, soy la primera en defender a ultranza la libertad de cada uno para llevar su propia vida. Y es que aunque no ha pasado demasiado tiempo desde que todo esto pasó, la cultura de nuestras familias nos llevó a ello y en nuestro caso se puede decir que tuvimos suerte.

Como no quiero que se juzgue mi cultura o mi religión no voy a entrar a hablar sobre los motivos que hicieron que mis padres y los de mi actual marido decidieran que íbamos a casarnos siendo prácticamente unos adolescentes. Vengo a contaros un poco mi punto de vista, cómo lo viví desde mi perspectiva de chica joven que para nada se esperaba algo así.

Yo tenía entonces 17 años y no tenía muy claro qué iba a ser de mi vida. A mi alrededor mis amigas pensaban en dejar los estudios, en quedarse en casa para aprender a llevar las labores del hogar y a pensar en casarse y traer niños al mundo. A mí siempre se me habían dado bien los estudios y me veía más que preparada incluso para estudiar una carrera. Quería ser maestra y poder dar clases de inglés, que era lo que más me gustaba del mundo. Aunque claro, este era un detalle que no solía hablar muy a menudo con mis padres. Ellos sabían que yo no tenía el más mínimo interés en dejar de estudiar o encontrar pareja, así que todo lo que tenía que ver con mi futuro era algo que apenas se hablaba en mi casa.

Mi hermana, unos años mayor que yo, se había ido de casa ya hacía tiempo después de una gran boda y para mi padre lo de verme a mí allí sin un camino definido parecía empezar a frustrarle un poco. Así que mentiría si dijese que me sorprendió la noticia. Más bien nada. Una noche mientras cenaba tranquila en la cocina escuché abrirse la puerta de casa, era mi padre. Pude intuir que le decía a mi madre algo así como ‘hay que decírselo ya‘ y lo siguiente fue verlos a ambos frente a mí en aquella diminuta cocina mientras me contaban sin miramientos que me tocaba casarme con un chico de buena familia 5 años mayor que yo.

Me educaron en el respeto total y absoluto a mi padre, así que ante ellos no dije nada, tan solo pregunté quién era o dónde vivía y me informaron de que una vez me casase me iría a vivir lejos de ellos. Es decir, que no solo me estaban diciendo que me iba a casar, sino que me tocaría adaptarme a una vida completamente diferente a la que había conocido hasta entonces. De hecho las cosas se pusieron mucho más emocionantes, si se puede decir de alguna manera, y es que aquel chico y yo nos conoceríamos ese mismo fin de semana.

Solo sabía su nombre y su edad. Ni una fotografía, ni un detalle sobre su forma de ser. Lo único que me dijeron era que haríamos buena pareja vistas las circunstancias. Y sí, las circunstancias eran aquellas que me habían hecho llegar a los 17 años sin que ningún otro hombre mostrase la más mínima curiosidad por mí (y lo mejor era que a mí me daba exactamente igual).

Aquel fin de semana que nos conocimos pasé nerviosa horas y horas. Mis padres habían invitado a la familia de aquel chico y nos conoceríamos un sábado por la tarde. No quise contar nada de todo aquello a ninguna amiga, aunque como era de esperar, pronto las cosas fluyeron entre la familia y amigos y ese mismo día no fueron pocos los que vinieron a mi casa para preguntarme si estaba preparada. Lo cierto es que pensé varias veces en escaparme de allí un poco llevada por el agobio y la presión. Lo valoraba y pensaba que ojalá todo aquello no me estuviera pasando a mí. Ojalá yo en mi cuarto leyendo tranquila, libre de todo aquello que ellos celebraban como si fuese una gran fiesta.

Pero sumisa de mí di el brazo a torcer, y ese sábado por la tarde acompañé a mis padres a la casa de mis abuelos donde ya nos esperaban nuestros invitados. Según entré en la casa pude darme cuenta de dónde estaba mi prometido. Un chico alto, serio, muy moreno y con aspecto nervioso. Allí todos se saludaban y hablaban como si se conociesen de toda la vida, mientras él miraba pensativo a un punto fijo. Estaba claro que le apetecía tanto estar allí como a mí. Mi padre me agarró de la mano y en seguida me presentó a los padres del que sería mi marido para después llevarme al lado de él. Entonces vi como su cara cambiaba, como aliviado por lo que acababa de ver. Lo saludé tímida y permanecí a su lado en silencio mientras los demás seguían a lo suyo.

La tensión era tal que un poco envalentonada por el momento, llegó un punto que le pregunté si quería salir de la casa a tomar el aire. Nadie allí se dio cuenta de que nos marchábamos, pero así lo hicimos.

Continuamos en silencio un rato en el jardín de la casa de mis abuelos. Yo me había sentado en un columpio y él seguía pensativo mirándome de reojo de vez en cuando. Nos estábamos analizando mutuamente, era evidente. Hasta que una vez más me lancé a romper el hielo.

Todo esto me ha pillado muy por sorpresa…‘ Le dije sin dejar de balancearme en el columpio.

A mí también, no puedo estar más enfadado con mis padres, mi intención era terminar el ciclo que estoy estudiando y entrar en la universidad pero visto lo visto, va a ser que no.

Pude leer en su mirada un gesto de reproche hacia mi persona. Aquel chico tenía unas metas y era evidente que de pronto yo era para él la culpable de todo. Me enfadé por dentro ¿acaso yo no tenía también mis sueños?

Bueno, si quieres que hablemos de eso, yo también tenía en mente estudiar, quiero ser maestra, pero también se ve que esa no es la idea de mis padres, aunque no te culpo a ti precisamente.

Creo que encendí en aquel momento una parte de aquel chico que fue la que marcó entonces la diferencia. Teníamos muchas cosas en común, más de las que nos podíamos imaginar. Una de ellas, la formación, tener aspiraciones a hacer algo más en la vida. Habíamos dejado en un segundo plano el buscar una pareja de por vida, y parecía que en concreto era aquello lo que nos iba a unir.

Empezamos a hablar sin parar. El que se iba a convertir en mi marido me contó con todo detalle que le encantaba la informática, y que tras convencer a su padre para entrar en un ciclo mientras no dejaba de ayudarlo con el negocio familiar, un profesor lo había animado a acceder a la universidad. Claro que aquello ya superaba con creces las barreras de todo, y fue entonces cuando su padre y mi padre habían tomado la decisión de que nos juntásemos para ver si así sentábamos un poco la cabeza (a la manera de ellos, por supuesto).

Lo escuchaba y pensaba que todo aquello lo podía estar diciendo yo perfectamente. Con el paso del tiempo nos fuimos relajando y para cuando nos dimos cuenta ambos estábamos bromeando y riendo sobre cómo se esperaba todo el mundo que fueran nuestras vidas. ¿De veras se habían imaginado que uniéndonos conseguirían frenar nuestras metas? Aquella misma tarde el que iba a ser mi marido y yo hicimos una especie de promesa encubierta, cumpliríamos con las expectativas de nuestros padres, pero también con las nuestras.

Apenas pasaron unas semanas hasta nuestra boda. Ambos decidimos intentar convencer a nuestros padres para que el evento no fuese nada del otro mundo. Hablábamos casi a diario por teléfono y lo cierto era que nuestras propias aspiraciones y ganas de libertad sin juicios de por medio nos estaban uniendo una barbaridad. De pronto pasé de tener unas ganas horribles de llorar ante el miedo, a desear por completo que llegase el día de mi boda. Aquel chico se había convertido en una gran puerta abierta a mi futuro. 

Nuestro plan era claro. Nos casaríamos, nos iríamos a vivir a casa de sus padres y él seguiría trabajando con su padre para ganar algo de dinero. Yo seguiría estudiando e intentaría entrar en la universidad y él haría lo mismo, siempre intentando contentar a sus padres con su esfuerzo en el trabajo. No podía estar más contenta, sin lugar a dudas aquel chico me estaba poniendo en bandeja el futuro que con mis padres no había conseguido dilucidar nunca.

Y nos casamos, en una boda que en absoluto respetó nuestra idea de modestia. Me tuve que vestir de princesa de cuento, saludar a familiares que en la vida había visto y sonreír a un millón de fotografías que no me apetecían. Aunque todo cambió cuando vi frente a mi a aquel muchacho repeinado que me miraban cómplice. Algo en mi estómago se encendió y mi corazón comenzó a latir a mil por hora. Hacía semanas que no nos veíamos y no era capaz de recordarlo tan guapo y atractivo para mis ojos.

Disfruté de mi boda junto a él, olvidamos un poco todo lo que nos rodeaba. Nos habíamos convertido en dos egoístas que tenían un mismo plan, y era el de ser felices juntos a nuestra manera. Aliándonos para que nada ni nadie truncase nuestras metas.

Al día siguiente me mudé a casa de mis suegros al otro lado del país. Llegué un poco desorientada, aunque siempre de la mano del que ya era mi marido. Estaba ansiosa. Aquella familia no tenía ni idea de cómo nos habíamos organizado nosotros para la que sería nuestra vida, por lo que pasados unos días, cuando informé a mi suegra de mi intención de matricularme en el instituto me tocó lidiar con una mujer fuera de sí.

Tuve que esperar tres horas encerrada en mi habitación mientras aquella buena señora soltaba sapos y culebras por la boca maldiciendo mi idea de volver a estudiar. Me dio hasta la impresión de que sus quejas iban un poco encaminadas a que ella se esperaba que yo la ayudase en todo y que el contrato no decía nada de todo aquello. Preferí esperar a que mi marido llegase y que juntos uniésemos fuerzas contra la que se nos vendría encima. Y vamos si se vino.

La discusión que se vivió en aquella pequeña casa fue como una tormenta perfecta. En resumidas cuentas, al final tuvimos que contarles cuáles eran nuestras intenciones mutuas y eso en absoluto conquistó a aquella pareja. Mi suegro, de hecho, descolgó el teléfono para llamar a mi padre quejándose sobre mí como si de un utensilio roto me tratase. Yo me puse a llorar, agobiada por la situación y por el fin de nuestros planes, y aquello chocó tanto a mi marido que solo pudo zanjar el asunto tomándome de la mano y diciéndoles a sus padres que esa tarde nos largábamos de aquella casa.

Así lo hicimos, yo sin saber muy bien qué era lo que estaba pasando, pero confiando en que aquel hombre de pronto tendría un plan B. Pasamos unas cuantas noches en casa de uno de sus compañeros de clase, compartiendo el sofá de su salón pero siempre muy agradecidos por todo lo que aquel chico había hecho por nosotros. El tiempo que llevaba trabajando en la tienda de su padre le había permitido a mi marido ahorrar algo de dinero, y con ello pudimos pagarnos una pensión durante algunas semanas. El tiempo que yo tardé en encontrar un trabajo de camarera y él comenzó a trabajar en el servicio técnico de una pequeña tienda de ordenadores.

Estábamos en una barrio lejos de sus padres, por lo que pasaron unas semanas hasta que nos decidimos a acercarnos a su casa de nuevo. Mi suegro no quiso ni vernos, mientras que mi suegra nos abrió la puerta con un abrazo para su hijo pero no para mí.

Mis padres tampoco quisieron saber nada de todo aquello, lo único que me decían era que les había decepcionado terriblemente, que había hecho que quedasen fatal con mis suegros y que no me lo podrían perdonar jamás. No quise que todo aquello me hiciese decaer, aunque lloré mucho muchas noches, aunque siempre arropada por el abrazo de aquel hombre que sabía escucharme y entender mis miedos.

Los meses pasaron y me pude matricular en el instituto nocturno. Continuaba trabajando, ganando un dinero que nos permitió alquilar un pequeño piso a las afueras de la ciudad. Mi marido y yo, dos jóvenes de 18 y 24 años, éramos entonces independientes. Con el tiempo él consiguió entrar a la universidad a través de un curso puente y yo ese mismo verano aprobé la selectividad y pude matricularme en magisterio.

Fueron años duros, durísimos, en los que apenas nos veíamos siempre ocupados con trabajos, turnos, horarios, clases, exámenes… Postergamos la idea de tener hijos para cuando hubiésemos terminado nuestros estudios, y mientras tanto afianzábamos nuestra relación enamorándonos gracias a los pequeños detalles, gestos y mucha comprensión.

Realmente nuestro matrimonio concertado surgió como caído del cielo, aunque esto en absoluto significa que este tipo de tradiciones sea la mejor de las ideas. Tuvimos suerte, mucha, muchísima.

¿Y qué es de nosotros hoy? Yo soy maestra en un colegio, mi marido también es docente, en concreto de uno de los departamentos de la universidad en la que consiguió su ingeniería en informática. Somos padres de unas gemelas preciosas que, por supuesto, decidirán su futuro como ellas mismas deseen y sabrán que nosotros las apoyaremos siempre, decidan lo que decidan.

 

 

Anónimo

Fotografía de portada