Aunque nunca lo he experimentado, creo en el amor a primera vista.

En cambio, nunca he creído en el amor en la distancia ni en el que surge de una aplicación de contactos.

O así fue hasta que, haciendo una formación online de estas que tiene un chat grupal de apoyo entre los participantes, empecé a hablar más de lo estrictamente necesario con uno de ellos.

Era un chico super gracioso y ocurrente con el que compartía opiniones y sentido del humor.

Al principio comentábamos temas del curso y nos reíamos las bromas. Pero al cabo de unas cuantas sesiones comenzamos a hablar por chat privado y terminamos por darnos los números de teléfono.

Hablábamos a diario por whatsapp, de todo y de nada.

Del tiempo, de sociedad, de cómo nos había ido el día, de libros, de cine, de lo que queríamos hacer en la vida…

De cómo me gustaban los chicos…

Fue una noche de viernes en la que empezamos charlando sobre una serie de Netflix y, no sé cómo ni porqué, le pregunté cuál era su tipo de mujer ideal.

Me contestó que divertida, aficionada a la literatura fantástica y amante de los animales. O sea, alguien como yo.

Entonces le pregunté cómo le gustaban las mujeres físicamente y respondió que morenas, con el pelo largo, a poder ser ondulado, de ojos grandes, labios carnosos y pechos discretos. Es decir, alguien como yo.

Sin embargo, en aquel momento no me di cuenta porque ni siquiera recordaba haber cambiado la foto de perfil por una mía, en lugar de una de mis perretes, que era lo más habitual. Y porque estaba cansada y un poco empanada, supongo que también.

El tema es que cuando él me preguntó lo mismo, yo le dije un poco lo primero que me vino a la cabeza: más alto que yo, rubio, ojos azules y complexión fuerte.

Y él, cuya foto de perfil era un mojito sobre una mesa en una terraza con vistas a una playa ibicenca, respondió: ‘Vaya, casi casi. Pero creo que mi pelo, más que rubio, es castaño clarito’. Le comenté que, en realidad, con que fuese más alto que yo el resto me daba igual y le pregunté cuánto medía.

Escribiendo…

Escribiendo…

¿Cuánto mides tú?

1,78

Escribiendo…

Uy… yo 1,80

 

Cambiamos de tercio y no volvimos a sacar el físico a colación hasta que unas semanas más tarde me llamó por teléfono y me propuso quedar.

A esas alturas de la película yo ya era muy consciente de que me gustaba.

Me gustaba muchísimo… su personalidad.

Pero soy una cerda superficial, necesitaba saber cómo era su cara y su cuerpo antes de admitirlo para comprobar qué sentía al verlo.

Así que cuando convinimos una fecha, lugar y hora para el encuentro, le pedí que me enviara una foto. Por eso de reconocerlo sin necesidad de que llevase un clavel rojo en la solapa o un globo de helio atado a la muñeca.

Se demoró unos minutos, pero me envió un selfie en el que se apreciaban unos hombros anchos, un buen brazo, y se veía bien definido su rostro, sus ojos grises y, efectivamente, el pelo castaño claro. ¡Y encima era más alto que yo!

¿Confirmamos que me gustó?

Confirmamos.

No tardé ni diez segundos en enviarle una foto mía imitando la suya. Aunque con un ligero rubor en las mejillas que él no tenía.

Me pasé toda la semana nerviosa y emocionada, no me escondo.

Ese chico, ahora podía decirlo, me gustaba a todos los niveles.

Solo pedía que oliera bien, que no hiciera ruido al comer y ya me veía pasando el resto de mi vida con él.

Cuando llegué a la cafetería en la que habíamos quedado él ya estaba sentado en una de las mesas. Lo vi a la primera.

Me miró sonriente, más guapo aún que en la foto.

Caminé hacia la mesa, él se levantó y… me tuve que inclinar un poco para darle los dos besos de rigor.

No me lo esperaba y debió de notárseme hasta en la cara, porque lo primero que hizo el pobre, antes de siquiera volver a sentarnos, fue decirme que lo sentía, que obviamente me había mentido en la altura.

Lo había hecho porque le había dado miedo mi reacción si confesaba su escaso metro setenta y porque quería tener al menos la oportunidad de vernos para demostrarme que, sin ofender, eso era una chorrada. Con esas palabras.

Hice como que no pasaba nada, sonreí y cambié de tema.

Ni que yo fuera tan superficial… jajajaja…

Ja-Ja-Ja.

 

Pasé el resto de la cita sopesando si esos 8cm de diferencia eran realmente tan importantes y decisorios como para anular todo lo demás. Porque la verdad era que me agobiaban, me hacían verme gigante. Me acomplejaban.

 

Sobre todo cuando dejamos la cafetería y caminamos hasta un restaurante cercano en el que había reservado mesa.

Maldita la hora en la que me había puesto tacones.

Lo pensaba yo y lo comentó él en broma, subiéndose al escalón de la entrada del local mientras esperábamos a ser atendidos.

Él hacía chistes, pero a mí… me daba como vergüenza estar a su lado, de pie; llegué a plantearme poner una excusa y marcharme a casa.

Me había pasado toda la vida porque arrastraba mi complejo de jirafa desde la escuela. Aunque tampoco es que mida dos metros y medio, sí es cierto que pocas veces he tenido compañeras o amigas más altas que yo.

Y eso me había marcado con los chicos, haciendo que me disgustase la idea de verme más alta que ellos.

Pero, jová, qué divertido era estar con él. Qué a gusto. Tan agradable su mano sobre la mía…

Qué risas cuando se subió otra vez al escalón de mi portal para darme un beso muy diferente a los besos de amigos.

Poco importó la diferencia de altura cuando nos tumbamos en mi cama. Mis pensamientos e ideas más oscuras se desvanecieron cuando fueron sustituidos por la risa, el cariño, la ternura y el deseo.

Qué tonta era y qué poco me daba cuenta.

 

Y qué bien estamos aún ahora, meses después de aquel primer encuentro y de que se esfumasen de un plumazo todas mis tonterías y pajas mentales a cuenta de unos centímetros que no significan nada.

 

Anónimo

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