Al principio de nuestra relación, todo iba sobre ruedas. Él era un príncipe encantador, me hacía sentir como si viviéramos en un cuento de hadas, una luna de miel constante. Yo me enamoré de él perdidamente, pensaba que era el definitivo, el amor de mi vida, que estaríamos juntos para siempre. Pero a los pocos meses de relación, empezó a enseñar su verdadera cara: era posesivo, celoso y me manipulaba para que hiciera todo lo que él quería.

El problema fue que yo ya estaba tan obcecada en que era él, estaba tan pillada, que no era capaz de ver lo que me estaba haciendo, pensaba que, en algún momento, todo volvería a ser tan maravilloso como al principio.

Nuestra relación se había convertido en una telaraña complicada, difícil de desentrañar. Yo me sentía atrapada en ese círculo vicioso de amor y la dependencia emocional. Quería alejarme de él, pero no podía.

En dos años de relación ya habíamos roto muchas veces, pero siempre volvíamos a estar juntos. Así que tomé una decisión radical: poner tierra de por medio. Pensé que, si me alejaba físicamente de él, también me alejaría emocionalmente. Pues ya os adelanto que no fue así.

Contraté los servicios de una agencia que te buscaban trabajo y alojamiento fuera de España. Hice todos los trámites y en unos meses ya estaba instalada en Dublín, trabajando como camarera de piso en un hotel de la ciudad irlandesa.

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Mis primeros meses en Irlanda fueron tranquilos, no tuve noticias suyas y me dediqué a aprender el idioma y a hacer nuevas amistades. Experimenté nuevas culturas y me sumergí en la emoción de la libertad. Pero es cierto que la sombra de aquella relación pasada era larga. Él estaba constantemente en mi cabeza, recordaba en bucle los momentos buenos vividos y los malos parecían haberse esfumado de mi mente.

De pronto un buen día, recibí un mensaje al móvil que decía “Estoy en Dublín, necesito verte”. Era él. Se había cogido un avión y se había plantado en mi actual ciudad para verme. No pude decirle que no, le llamé para saber dónde estaba y quedamos. Al verle, primero el corazón empezó a latir fuerte y luego mi estómago dio un brinco. Vino corriendo hacia mí, me abrazó y me besó.

Había cogido un vuelo de ida y vuelta en el mismo día, sólo quería volver a verme, me dijo. Estuvimos un par de horas por la ciudad, paseamos, tomamos algo, charlamos, y por la tarde cogió un bus para irse al aeropuerto. Fue todo tan bonito, que ni el mejor de los guionista de películas románticas hubiera descrito un día mejor. Apareció con un ramo de flores y vivimos un día perfecto.

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Quedamos en volver a intentarlo. Porque no podíamos estar en uno sin el otro. Yo de momento no iba a volver a España, acababa de empezar una nueva vida en Dublín y aún me quedaba un camino que recorrer en esta ciudad. Él prometió venir a verme una vez al mes. Y así, sin quererlo, nos embarcamos en una relación a distancia.

Tal y como nos pasó cuando empezamos, las primeras semanas fueron de ideales, nunca habíamos sido tan felices, yo estaba emocionada y él parecía haberse dado cuenta de sus errores del pasado. Pues no fue así… al poco tiempo volvieron los celos, me obligaba a hacerle videollamadas para ver dónde y con quien estaba en todo momento, no quería que me relacionara con mis compañeros de trabajo, quería verme sola.

Al final entendí que con mi decisión de irme a otro país lo único que conseguí es que él hiciera el papelón de su vida plantándose en otro país a buscarme. Lo que a ojos de cualquiera sería un impresionante gesto romántico, cogerse un avión y para pasar unas horas con la persona amada, no era ni más ni menos que otra de sus manipulaciones para tenerme enganchada a él.

Entonces fue cuando entendí que la distancia física no te garantiza una distancia emocional. Que cuando estás metida en una relación tan tóxica lo único que puedes hacer es enfrentarte a tus emociones, cortar con esa persona y ser firme en tu decisión de alejarte.

 

Anónimo