Llevaba casada casi 15 años con mi marido. Lo hicimos muy jóvenes, apremiados básicamente porque me había quedado embarazada de nuestra única hija.

Durante los primeros años, todo iba sobre ruedas y los dos estábamos muy enamorados. Pero todo empezó a cambiar cuando su hábito por la bebida de las salidas y los fines de semana se empezó a ampliar hasta llegar a ser una costumbre diaria y en cantidades excesivas…

A Jorge, mi amante, lo conocí hace unos años en una red social en la que nos relacionábamos con muchas más personas. Un foro en el que habíamos formado un grupito asiduo de todas partes del mundo, unidos por una afición común y con los que llevábamos tanto tiempo interactuando con tanta frecuencia que ya nos considerábamos amigos.

 

 

Jorge me cayó genial desde el principio y en seguida conseguimos una complicidad especial. No solo hablábamos en el foro junto al resto sino que también por privado para mostrarnos cosas interesantes relacionadas con nuestra pasión común, y poco a poco todo ello dio pie a compartir cosas de nuestra vida, de nosotros mismos, de nuestra intimidad y nuestros problemas.

Le acabé confesando lo infeliz que era en mi matrimonio y él a mí sus secretos más íntimos. Poco después, empezamos a mirarnos con otros ojos hasta que, un día, me habló de todo lo que estaba sintiendo por mí… y yo igual.

Y empezamos una relación preciosa, a distancia y platónica ya que vivíamos en extremos distintos del país. Él hizo el esfuerzo económico de venir en dos ocasiones, la primera a conocerme en persona y la segunda a verme y estar juntos aunque solo fuera durante el día, ya que por la noche yo no tenía excusas ni coartadas para ausentarme de casa. Ambas veces fueron maravillosas y afianzaron nuestros sentimientos.

 

 

Con el tiempo, esto se convirtió en una costumbre. Él viajaba cuando tenía un día libre y el dinero se lo permitía. Yo inventaba algo que supusiese pasar el día entero desconectada del mundo.

Él cogía un hotel, yo me inventaba temas de trabajo y pasábamos todo el día juntos.

Hasta que llegó el verano, el calorcito y yo me moría de ganas de volver a tenerlo entre mis brazos… así que, cuando mi marido se puso a planificar las vacaciones, yo directamente propuse veranear durante una semanita en la ciudad de Jorge, con la excusa de que era zona turística de playa y que nunca antes habíamos estado allí.

Insistí tanto que allá nos fuimos al final. Ahí empezaron unos días de estrés, adrenalina, culpa y felicidad a partes iguales:

Hacíamos por vernos prácticamente todos los días. Yo salía tempranito a hacer ejercicio a la playa por las mañanas mientras mi hija y su padre dormían… o eso es lo que les decía. En realidad, me encontraba con Jorge para pasar juntos casi dos horas justo antes de que él se fuera a trabajar.

 

 

Volvía con mi familia con una gran sonrisa, los recogía y bajábamos a bañarnos los tres juntos, a comer o lo que surgiese. Por la tarde, ellos se echaban la siesta y yo aprovechaba para volver a salir «a comprar» o a hacer alguna otra gestión improvisada. Eran los ratos previos a que Jorge entrase a trabajar por la tarde.

Las noches eran lo más arriesgado. Normalmente, antes de acostarnos, dábamos una vuelta por el Paseo Marítimo en familia. Luego, Jorge y yo esperábamos pacientemente a que mi marido se durmiese profundamente. Entonces yo salía sigilosa de la casa para encontrarme con él en su coche, que tenía aparcado justo debajo.

Tuve la suerte de que el dormitorio de matrimonio del apartamento se encontrase en el extremo opuesto a la puerta principal, con lo que mi marido jamás despertó -que yo sepa- durante esos breves ratos.  Tenía excusa preparada en el caso de que así sucediese: yo era fumadora y teníamos absolutamente prohibido encender un cigarro en los lugares donde pudiese pasar mi hija.

Entre eso, mi habitual insomnio y mi fascinación por el mar y las estrellas, hubiese resultado creíble que saliese en mitad de la noche a fumar a la orilla de la playa si no podía dormir.

 

 

Jorge libró de su trabajo durante dos días en esas fechas que pasamos en su tierra. Y ahí es donde generamos la situación más peligrosa de todas…

Locos y enganchados el uno al otro como a la droga más adictiva, pasó el día completo en nuestra playa y estuvo bañándose y tomándose una cerveza con nosotros. Mi marido conocía de su existencia, igual que sabía de otros miembros del foro que yo frecuentaba con los que había hecho más amistad. Le pareció natural que nos conociésemos en persona ya que andábamos por allí.

Los presenté, tuvieron una animada conversación en la orilla de la playa, nos metimos todos en el agua y en seguida la niña quiso salir a hacer castillos de arena. Mi marido gentilmente se ofreció a atenderla, y así nosotros podíamos seguir hablando de nuestras cosas.

 

 

Nosotros permanecimos dentro del agua diciéndonos cuánto nos queríamos y nos deseábamos mientras nos rozábamos y tocábamos por debajo de las olas todo lo que podíamos.

Todavía no logro comprender cómo pudo ser todo tan fácil para que esos días resultasen tan fructíferos y haber podido combinar vacaciones con mi familia y con mi amante.

Cuando estas acabaron, regresamos a mi ciudad y mi relación con Jorge se hizo más intensa y profunda aún que antes. Continuaron sus escapadas para visitarme y aunque han pasado unos años, en la actualidad seguimos igual de enamorados.

Él sabe que no tengo intención de romper mi familia, al menos hasta que mi hija sea bastante más mayor. Lo acepta y dice que es feliz con este modo de vida, sabiendo que me tiene, que nos amamos, y que al mismo tiempo puede disfrutar de libertad absoluta en su día a día.

Y estos últimos veranos no ha podido ser, pero ya estoy tanteando el tema con mi marido y planificando volver allí de vacaciones, otra vez, dentro de un año…

 

Relato escrito por una colaboradora basado en una historia REAL