Alerta spoilers: hacerse un checo no es suficiente

Hace unos días tuve una conversación muy incómoda con mi jefe; para resumir, me pidió que hablase con una compañera de la oficina sobre su higiene personal. Según su forma de verlo, es un tema muy delicado y seguramente ella no se sentiría tan violenta si se lo comentaba una compañera. Pero claro, la que me he sentido violentada he sido yo.

Por lo que se ve, varios compañeros se habían quejado de su olor corporal. La chica es jovencita, muy mona y casi siempre va bastante arreglada, pero al parecer las cantidades ingentes de perfume que se echa por encima no consiguen disimular el tufillo rancio que va desprendiendo y que, al final se extiende por toda la oficina.

Sinceramente era la primera vez que tenía que enfrentarme a algo así. En otras ocasiones, dado que soy una de las trabajadoras que más tiempo lleva en la empresa, se me había encomendado hablar con algún compañero o compañera sobre alguno de sus hábitos no del todo correctos, como fumar en los cuartos de baño u otros detalles que incomodaban a los dirigentes de la empresa pero que no estaban directamente relacionados con el desempeño del puesto de trabajo. Pero esto era un marrón y no tenía ni idea de cómo abordarlo.

Al día siguiente de que me encomendasen esta misión, decidí cambiarme de puesto y sentarme al lado de esta chica. A decir verdad, en cuanto me acerqué a ella noté algo extraño; era como un olor pesado y profundo, pero en un primer momento no me pareció demasiado molesto y empecé a pensar que mis compañeros habían exagerado. Sin embargo, con el paso de las horas aquella sutil pestilencia se fue intensificando y volviéndose densa, hasta el punto de que me costaba respirar estando cerca.

Era una situación muy violenta y no sabía cómo empezar la conversación, porque a decir verdad apenas sí había cruzado cuatro palabras con esa chica desde que entró en la empresa. Entonces se me ocurrió utilizar a un tercero, otro compañero que, en el lado opuesto al mío y con la susodicha entre ambos, también lidiaba como podía con la situación.

Empecé preguntándole sobre cómo le iba en el gimnasio. El chico me miró extrañado, porque tampoco es que tuviésemos mucha relación, pero me respondió que todo bien, que iba antes de empezar a trabajar y que se sentía mucho mejor. Cuando la nuestra compañera parecía estar prestándonos atención, le pregunté si se duchaba en casa o en el gimnasio, porque claro, con el poco tiempo que tenía era difícil volver a su domicilio y después desandar el camino para ir a trabajar. A lo que me contestó que sí, que se duchaba cada mañana en el centro donde entrenaba y que así llegaba a la oficina fresco y más despierto.

En ese momento y para mi completa estupefacción, la chica, llamémosla “X” se metió en la conversación indicando que eso era malísimo. Que ducharse cada día destrozaba el pH de la piel y que con un lavado de las partes propensas al sudor era más que suficiente. Un checo lo llamó. A mí se me quedó la boca abierta.

Durante varios minutos estuvo criticando el exceso de higiene, los desodorantes cancerígenos, los sulfitos y todas las cosas que estaban destrozando la salud de la sociedad consumista. Yo no podía dejar de pensar en que la salud no sé cómo la tendría y no conocía los detalles del poder destructivo del jabón, pero lo que sí tenía muy claro es que era su filosofía lo que  me estaba destrozando la pituitaria.

Mi compañero me miraba entre agobiado e indignado. En sus ojos se podía leer el “se lo dices tú o se lo digo yo” y aunque hubiese preferido mil veces que fuese él quien le comentase que tenía un problemilla de olor a alcantarilla húmeda, temí que sus formas pudiesen causar un conflicto.

Así que me armé de valor, y con toda la diplomacia del mundo le dije que, dependiendo de las circunstancias, quizás lo óptimo era ducharse cada día, porque el olor de algunas personas era muy fuerte y podía molestar a los compañeros.

En ese momento se desató el infierno.

Aquella chica empezó a gritarme, diciendo que no podía acusarla de “oler peste”. Que ella se duchaba todos los domingos y que en su casa siempre había sido así. Que era muy limpia y que ella “repasaba sus partes” todos los días. Siguió diciéndome que era una “clasicista”, que le tenía manía y que hablase con el resto de sus compañeros, porque ellos sí olían mal. 

Hasta ahí pude aguantar. La miré fijamente y sin pensarlo demasiado exclamé “La que hueles mal eres tú y toda la oficina lo sabe. ¿Por qué crees que con el frío que hace están abiertas todas las ventanas? Tu olor nos ahoga, por favor. Dúchate. “

La cosa no había salido bien. Ahora tengo una queja por acoso laboral, un nuevo mote en la oficina y a mi jefe riéndose de mí cada vez que se acuerda.

Es cierto que perdí los papeles, pero hay cosas que no se pueden consentir y hasta yo tengo mis límites.

Para ser sinceros, no me arrepiento, alguien tenía que decírselo, aunque no haya servido para nada. Aun así, creo que he aprendido una gran lección y el significado del dicho ese que dice eso de que lo mejor es no meter las narices en asuntos ajenos y menos si esos asuntos apestan.

 

Lulú Gala