Mi abuelo me acusaba de robos que él mismo cometía
Mi abuelo siempre fue un trapichero. Era de los que le gustaba pasear los domingos por rastros, comprar chismes baratos y luego especular en el mercado de segunda mano. Era una afición con la que además se sacaba un dinero extra.
Hasta ahí todo bien. Después de jubilarse, entre la pensión y el incremento del precio de vida, mi abuelo aumentó el nivel de sus trapicheos. Nadie se atrevía a decirlo, pero pronto empezamos a sospechar que estaba pasando metiéndose en problemas. Se sumó, además, un diagnóstico de demencia que no ayudaba en absoluto a la justificación de sus extraños movimientos.
De una pulsera a un porcentaje de la pensión
Empezó por una pulsera abandonada en el fondo del joyero de mi abuela. Ella no la usaba, pero cada tanto tiempo le gustaba vaciarlo y limpiar las piezas. Humildes, como ella, pero con alto valor sentimental. Se apuró muchísimo, ya que la pulsera era de su tía, la que crío como una madre… Ya sabéis, historias familiares con tintes bélicos al incluir un contexto de guerra civil. Se pasó semanas buscándola y, como no podía ser de otra manera, se terminó culpando a la chica que venía una vez al mes a ayudar con la limpieza de la casa. Mi abuelo se encargó de señalarla con ímpetu y terminaron prescindiendo de sus servicios.
Después fueron unos pendientes, una cruz e incluso parte del dinero de la pensión que mi abuela acababa de sacar del banco con su cartilla. “Los pendientes se los habrás prestado a tu hija”, “La cruz de la que hablas se perdió aquel verano en la playa” y, sobre el dinero, “Se habrá equivocado la máquina”. Las excusas las aportaba siempre mi abuelo, el demente y trapichero.
“Tú eres el culpable”
De un día para el otro, el joyero de mi abuela desapareció al completo. Ya no era una cuestión de piezas sueltas, es que el objeto como tal no aparecía. Supe que había sido él cuando vi a mi abuela deshacerse en lágrimas mientras él la miraba impasible a lo lejos. Yo lo supe, pero él también supo que yo lo sabía. Quise esperar el momento perfecto para enfrentarle; sin embargo, por esperar, él me hizo un interior y le contó a todo el mundo que yo era el que había estado robando a la familia. Además, aseguró que lo sabía de antes, pero que no quería descubrirme.
Mi madre y mi abuela me miraron con tal decepción que tuve que acusarle, aunque nadie me creyó. Ellas solo se dirigían a mí para hablarme de la posibilidad de recuperar lo perdido, cuando yo no había tenido nada que ver en los negocios de mi abuelo.
Aunque me paseé por los lugares de trapicheo de mi abuelo, no encontré pruebas sobre su actividad. Conté con testimonios, claro que sí, pero no sería suficiente para presentarle a mi familia. De esta manera, decidí alejarme y esperar a que volviese a actuar. Él iba a seguir robando y poco más quedaba en su casa: sus hijos, incluida mi madre, serían el próximo objetivo.
Un final bastante infeliz
Y empezaron a desaparecer cosas en casa de mi madre. Era lo fácil para mi abuelo. Yo tenía llaves de casa de mi madre, él se argumentaba diciendo que yo entraba y le robaba cuando estaba en el horario laboral. Vamos, me culpaba de lo mismo que hacía él. Me enteré porque mi madre me llamó desesperada, ofreciéndome ayuda y pidiéndome parar. Le pedí instalar una cámara que uso para vigilar a mis perros cuando estoy fuera de casa. Es una cámara que consulto a través del móvil, que va por Wifi, y que bien localizada pasa totalmente desapercibida. Mi madre confió en mí y puso la cámara. Ahí se descubrió el pastel: mi abuelo era el ladrón que estaba saqueando a la familia para pagarse sus vicios.
Tiramos tanto del hilo que descubrimos que se gastaba prácticamente todas las ganancias de las joyas familiares en centros de “masajes con final feliz”. Un final que dejó de ser feliz cuando todos nos enteramos de sus negocios y la familia decidió luchar por declarar su incapacidad, acabando su vida encerrado en una residencia.
Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.