En el instituto donde cursé mis estudios de FP conocí a la que se convirtió en mi más mejor amigui los años posteriores.

Estudiábamos juntas, salíamos con la misma pandilla, éramos uña y carne, como se suele decir.

Pero mi amiga venía en un pack de dos, como los donuts.

Tenía una hermana un par de años mayor a la que se traía cuando salíamos por ahí de cañas, o al cine, o cuando nos íbamos de farra con los colegas.

La chica no tenía amigos y no porque fuera tímida o le costara salir de casa, es que era absolutamente nula para las relaciones sociales.

Mi amiga era el donut ese que te comes con voracidad y que te deja rechupeteándote los dedos. Su hermana… era el que se queda en el paquete porque ya estás saciada y al final te lo comes reseco el día que se cumple la fecha de caducidad. Casi obligada y por no tirarlo…

Aunque ella parecía estar perfectamente parada a un lado y con la mirada perdida entre la gente cada vez que se nos unía, a mí me daba rollo. Me sentía obligada a darle coba y tratar de integrarla.

Total, que cuando mi amiga original se echó novio y dejó de salir con el grupo con la misma frecuencia, la hermana ya me llamaba directamente a mí para saber sitio y hora. Así que, al final, y de un modo un poco incómodo y rocambolesco, el segundo donut pasó a ocupar el puesto que habitualmente ostentaba su hermana y que ella compartía en la sombra.

 

Seguía siendo callada, reservada y bastante rarita. Pero qué coño, aunque la vida me la había metido con calzador, le había cogido el punto y le tenía cariño.

 

Mi nueva y extraña amiga nunca había tenido amistades propias, solo se había relacionado con las que hacía a través de su hermana. Y si hacer amigos se le hacía cuesta arriba, relacionarse con chicos en el plano romántico-erótico-festivo… pues como que nanay de la china.

 

Pero, como dice mi madre, siempre hay un roto para un descosido, y ella conoció al suyo en la mesa de solteros de la boda de uno de sus primos.

Realmente aquel chico era la horma de su zapato, parecía salido de su mismo molde.

Compartían las mismas habilidades sociales y el mismo interés en utilizarlas. Me hubiera gustado saber cómo ocurrió exactamente, quién habló con quién primero y cómo fue que se dieron cuenta de que se gustaban.

Sé lo que me contó ella y ya os imaginaréis que es más bien parca en palabras, máxime para este tipo de conversaciones.

 

Por primera vez en su vida, mi segundo donut había entablado una relación sin ayuda externa y, encima, una relación amorosa. Nunca es tarde si la dicha es buena.

 

Y la dicha era buena, ambos estaban felices y enamorados.

¿El problema? Pues que entre los dos tenían la misma experiencia sexual que la madre Teresa de Calcuta, pero también las mismas ganas de perder la virginidad que el chaval de la famosa escena de la tarta de American Pie.

¿A quién podía acudir la mujer en busca de consejo? Pues a mí, su mejor y única amiga.

Reconozco que fue rarito, hablar de sexo con alguien como ella era chungo de narices. Pero bueno, todo fuera por el bien de su relación y de su búsqueda del placer físico.

Así que le enseñé todo lo que sabía, que tal vez no sea mucho, pero era mejor que nada y a mí no me iba nada mal.

Le di unas cuantas masterclass de introducción al sexo en pareja. Todo teoría, obviamente. Pero me lo tomé muy en serio, por lo que el curso incluía apoyo online durante las prácticas y hasta la presentación del proyecto final.

Lo último que supe fue que mantenían relaciones sexuales plenas y satisfactorias para ambos. Aunque ella solo llegaba al orgasmo con estimulación manual y gracias a mis truquitos.

Sí, venga, que alguien me de un pin.

Yo no quería saber más, el asunto ya había sido suficientemente violento hasta ahí y si había tenido alguna curiosidad, esta había sido satisfecha.

Sin embargo, si no supe más no fue porque ella tuviese la delicadeza de no contarme sus avances o de prescindir de mis servicios una vez superados sus problemas de cama.

Es que cuando su relación salvó el único escollo con el que se habían topado y entró en velocidad de crucero, dejó de necesitarme y empezó a pasar de mi culo.

Era mi amiga por imposición, pero dolió igualmente.

Me di cuenta de que me había utilizado. No solo como orientadora o terapeuta sexual de baratillo, llevaba años haciéndolo.

Me necesitaba para charlar, relacionarse, salir, pedir consejo…

Y en cuanto se hizo con un novio que, además de las propias, ejercía mis funciones, me arrugó y tiró a la basura como un pañuelo de papel en el que ya no caben más mocos.

Joder con la chavala, qué hábil. No lo vi venir ni por un segundo.

Ni se molestó en ir pasando de mí progresivamente. No se cortó un pelo en ignorarme de pronto como si nunca hubiera sido la única persona, al margen de su familia, que se preocupaba por su bienestar.

Quién me lo iba a decir, enseñarle a follar me hizo perder definitivamente su amistad.

 

Anónimo

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