Mi amiga se casó y cambió. ¿La he perdido para siempre?

 

Yo tenía una amiga ideal. Una mujer libre, fuerte, segura de su criterio, sus valores y sus decisiones. Una mujer que se entregaba en las relaciones, sí, pero que siempre sabía defender su postura ante la vida, no perderse en el otro. Una mujer que no aceptaba la más mínima salida de tono y que huía de los hombres inmaduros. 

Aunque ha crecido en una familia muy tradicional, su forma de pensar era de lo más moderna. Renegaba de la religión y de los estereotipos. Defendía el cuidado del medioambiente. Siempre estaba inmersa en algún proyecto propio, alguna idea, alguna ambición. He empezado escribiendo “Yo tenía una amiga” no porque ya no la tenga, sino porque esa persona ya no existe. La mujer más auténtica que he conocido empezó a dejar de existir el día en que apareció su ahora marido.

Poco a poco, notaba que ella se iba adaptando más a las preferencias y estilo de vida de él. Se juntaba más con él y sus amigos, visitaba más a sus padres, pasaba más tiempo en casa porque a él no le gusta salir… Todo esto es comprensible, claro. Cuando una está en una relación, tiene que dedicarle tiempo a su pareja y, por consiguiente, quitárselo a otras cosas. Pero la cosa no quedó ahí.

Se casó por la Iglesia a pesar de su agnosticismo. No fue una boda sencilla, aunque ella es una persona sencilla. Fue por todo lo alto, una boda de postín. Estaba guapísima, con su maquillaje profesional, su vestido hecho a medida, su peinado lacado. Pero no era ella.

Las cortinas de su casa también están hechas a medida, en una de las tiendas más caras de la ciudad. Ahora habla de combinaciones de colores y decoración.

Aunque lo que más me alertó fue que renunciara a seguir persiguiendo su sueño profesional para ser madre. Ella, que siempre había visto el tener hijos como una atadura, que quería dedicar su tiempo y sus ganas a sí misma, ahora dice que su misión de vida es parir. Yo la miro, intentando disimular lo atónita que estoy y, como deben hacer las amigas, le digo que para adelante, que me encanta que tenga tan claro lo que quiere. 

Lo peor de todo es que, cuando me invitan a su casa, puedo identificar perfectamente el tono paternalista con el que su marido se dirige a ella. La manera en que le indica cómo se deben pelar las patatas, por qué está cortando mal el queso. Y esa condescendencia en las discusiones, como un padre que sabe que la opinión de su niña aún no está formada, que no sabe tanto de la vida como él.

Tema micromachismos aparte, me alegro de que ella tenga un objetivo que perseguir: estabilidad, una familia, un sueldo, un marido. Pero, a la vez, no puedo evitar sentir cierta rabia por que esta nueva persona haya sustituido a mi amiga. Y también me pregunto, ¿será que en el fondo me da envidia que haya encontrado su camino y yo siga como cuando tenía veinte años?