MI CITA TINDER DURÓ 40 MINUTOS… Y ME SOBRARON 43
Era una calurosa noche de finales de verano o principios de otoño. Me sentía sola y chateaba con unos y con otros, buscando no sé muy bien qué. Me aburría, pasaba mucho tiempo entre bigotes y patitas y no tenía nada de contacto humano, así que empecé a darle fuerte y flojo a Tinder.
Tuve varias citas, aunque no me terminaban de encajar. Mucho jijijajá por escrito, pero luego no fluían ni la conversación ni los fluidos (valga la redundancia). Al menos salía, me entretenía y luego para casa. Ya tenía mi lugar habitual, una terracita que estaba a un paso de mi piso, para así poder huir rápidamente si la cosa no iba bien. Y así pasó aquella noche.
Llevaba unos días hablando con un muchacho que no me caía mal, pero tampoco me entusiasmaba. Había algo que no, pero no sabía qué: quizá su continua insistencia por quedar pronto, o sus quejas de que ninguna quería quedar con él y que no entendía cómo funcionaba esto de conocer a gente por las redes; o podía ser su pollacentrismo. Sí, señoras, existe el egocentrismo y el pollacentrismo, que es un paso más allá, una especialización que les dan a algunos en tercero de carrera después de haber aprobado la asignatura «Mi madre dice que soy un buen partido III». Vi alguna red flag, pero no la supe interpretar.
Este chico hablaba de sí mismo todo el tiempo y apenas me preguntaba nada, pero por otra parte me reía y echaba el rato. Así que decidí darle la oportunidad de ser yo su primera tindercita.
Él ya había cogido mesa cuando aparecí y, nada más llegar, me hizo un leve reproche por unos minutos de retraso. Intenté que no se me notara que me había dejado cortada. Lo miré discretamente. No es que yo hubiera puesto mucho empeño, pero al menos llevaba mi pelo lavado y algo de maquillaje. Él venía con una camiseta arrugada que se le pegaba a la barriga, tenía la barba muy descuidada y se le había olvidado la sonrisa en casa. La noche no prometía. «Bueno, a ver qué tal», pensé.
Me había dicho que era cocinero en un restaurante con Estrella Michelín y que se estaba tomando una pausa. Comenzó a hablar sin parar de sí mismo, «yo, yo y mi polla», y dejó caer que el mismo Dabiz Muñoz andaba haciéndole ofertas que él rechazaba. Decía haber recorrido todo el globo, pero se había vuelto a casa para estar con su abuela, que ya era mayor. Eso —si es que al menos lo último era verdad— le sumó algún punto. Nos trajeron un par de Nesteas y le sugerí mirar la carta… pero nada. Que si seguro que los chocos estarían mal hechos, que si la ensaladilla no sé qué, que si la decoración no sé cuántos. Había quedado con Chicote y no me había enterado, solo faltaba que entrase en la cocina y pasase los dedos por la campana.
Empezó a hablar de todos los lugares del mundo en los que había trabajado, mencionando todo tipo de países exóticos. Por fin algo que me despertaba la curiosidad.
—¿Siempre en restaurantes? —pregunté.
—No, fui paracaidista durante diez años —alcé una ceja. Había obviado esa información hasta entonces, no sé por qué.
—Yo viví un tiempo en Italia… —comenté, intentando participar en la conversación y viéndolo del todo imposible ante sus continuas interrupciones. De repente, me soltó que su abuelo era italiano —. Ah, ¿sí? ¿Y cómo acabó aquí? —quise interesarme. No soy una persona sin nada que contar y este señor no quería saber nada sobre mí, pero ya me estaba resignando. Y se preguntaría en serio por qué ninguna quería quedar con él.
—Lo persiguieron los de Mussolini y tuvo que salir huyendo para salvarse. Algo haría —ese «algo haría» empezó a retumbar en mi cabeza, con eco y todo; tomé un trago de mi bebida, prosiguió —. Igual que aquí, que mucho quejarse y tuvieron lo que se buscaron.
—¿Estás justificando asesinatos de decenas de miles de personas? —recordad, amigas, que estaba en una primera cita. Una primera cita de Tinder. Yo ya no sabía dónde meterme.
—Si no hubieran hecho nada, no les habría pasado nada. Además, en el Régimen se estaba muy bien, había comida para todo el mundo —no podía creer lo que estaba oyendo. Estaban los fachas y luego estaba este ser, que no sé cómo pretendía acabar echando un polvo con alguien. Conmigo, desde luego, no.
—Mi madre pasó hambre y miseria —comenté, mirándolo fijamente.
Me observó durante unos segundos, como procesando la información y sin saber qué hacer con ella. Y sus dos neuronas decidieron que from lost to the river, que para qué se iba a cortar un poquito. A partir de ahí, la cita se convirtió en una retahíla de comentarios absurdos extraídos de mítines ultrafachas. «Es que vosotros (como si yo encarnase a un partido político que él odiaba) solo queréis aprovecharos», «Si queréis sacar a los muertos de las cunetas, sacadlos con vuestras manos, pero no pidáis dinero», «Mucho habláis las mujeres de violaciones y las trece rosas andaban por ahí violando y matando», «Yo he hecho más por mi país de lo que tú harás jamás, que te fuiste al extranjero de viaje y fiesta»… y un largo etcétera. Fueron los cuarenta minutos más largos y estresantes de mi vida, se me caían los sudores y tenía el parrús más reseco que una silla de esparto cara al sol.
Traté de interrumpirlo un par de veces, pero no había manera. Aquella persona tenía que ser hijo de hermanos que a su vez serían hijos de primos hermanos, porque aquello no era normal. Cuando me agoté de escuchar sus comentarios, uno detrás de otro, me eché hacia delante, puse las palmas sobre la mesa y lo miré con los ojos muy abiertos y conteniendo la mala hostia. En mitad de su discurso, que no cesaba, conseguí articular algunas frases.
—Mira, no sabes nada de mí ni tienes idea de quién soy ni de lo que he hecho en mi vida, porque no me dejas hablar. Me estás haciendo sentir muy incómoda—seguía interrumpiéndome, así que alcé un poco la voz y conseguí que se callase; la gente en las mesas de alrededor se giró—. Me voy, no pienso seguir aquí. Pago mi bebida y que te vaya muy bien.
Se me quedó mirando con los ojos que se le salían de las cuencas, sin decir palabra y con cara de no entender nada. Lo peor es que en su semblante se leía que no tenía ni idea de qué había ocurrido para que yo me fuera así. Todavía creería que lo estaba haciendo bien y que iba a mojar. Lo ignoré, pagué mi bebida y me fui sin mirar atrás. Cogí el móvil y, al ir a nuestra ventana de chat, ya me había bloqueado. Ni ese placer me cedió.
Me fui hacia mi portal y llamé a una amiga para contarle lo ocurrido, ya que estaba disgustada. ¡Me había lavado el pelo con el champú bueno para quedar con semejante elemento! Nunca había dejado tirado así a nadie, pero es que, de los 40 minutos de cita, me habían sobrado 43. Vi una moto aparecer en la calle, podía ser él huyendo de su fracaso, así que me tiré al suelo detrás de un coche. Acabé la noche sola, cabreada y con las rodillas sucias.
Todas sabemos que hay unas reglas mínimas de decoro: a las primeras citas se debe ir duchado o mínimo con la entrepierna y los sobacos bien aseaditos. Tampoco se debe ignorar al otro y, menos aún, sacar ciertos temas, sobre todo si no sabes nada de la otra persona… o si tu tontuna solo es superada por el enorme tamaño de tu boca. Probablemente, vuestra cita tenga cosas mucho mejores que hacer, como quedarse en casa con el pijama puesto y acariciando gatos.
¿Lo peor de todo? Que, encima, me vine con hambre.