Hoy vengo a contaros mi experiencia en el BDSM como Ama de un hombre Sumiso. La cosa trae cola.

 

No me lo esperaba, me pilló de sorpresa. Y oye, no me malentiendas, cada uno que encuentre su disfrute y placer en lo que quiera, mientras todo sea consensuado. Lo conocí por Internet, me agregó a Facebook. Pese a no tener amigos en común, acepté la solicitud de amistad por sus ojos, no voy a mentir. Una mirada clara, tan bonita. 

Tras los primeros interrogantes típicos para romper el hielo, “¿de dónde eres? ¿estudias o trabajas?”, la conversación profundizó. Hablábamos de cualquier cosa, desde deportes hasta política; puntos de vistas diferentes, pero debate sano. 

Dimos el paso y quedamos. Error 404: era súper controlador. Ondeaban las banderas rojas cada vez que abría la boca, pero pensé que yo tampoco lo quería para casarme y tener hijos. Había atracción sexual, buena conversación preliminar a mi objetivo principal; así que, para dejar descansar a mi Satisfyer, decidí darle una oportunidad (en la cama). 

Con el vino, las endorfinas del ambiente y la sequía sexual que me acompañaba, yo estaba receptiva. Él tenía mucho interés en que nuestro encuentro fuese en su casa, a lo que no puse oposición porque en aquella época yo compartía piso con una compañera de la universidad. Quise dar rienda suelta a nuestra pasión desde el portal de su edificio, pero él empezó a ponerse tenso. Nervioso. 

Atravesamos el umbral de la puerta de su piso con una frialdad cortarrollos terrible. Se puso a contarme la vida y obra de su propiedad, las reformas que había hecho, el precio de gresite del baño. A ver, muy interesante todo, pero yo iba a follar. Descorchó una botella de vino que tenía una capa de polvo significativa, así que intuí que no estaba acostumbrado a traerse la fiesta a casa. Me trajo la copa y… ¡boom! 

“Soy un mierda. ¿Verdad, señora?”

Se tiró al suelo de rodillas y me hizo esa pregunta. Yo giré la cabeza hacia ambos lados, buscando la cámara oculta o a su madre con la escoba. “¿Perdón?”, fue lo único que logré articular. Sin alzar la mirada, me contó que quería ser mi sumiso. Aún en shock, cambié la copa de vino por la botella llena de polvo y metí un trago, sin entender qué se suponía que tenía que hacer yo. A ver, estaba dispuesta a probar cosas nuevas, pero antes hubiese agradecido una clase. Lo invité a sentarse conmigo en el sofá y le pedí explicaciones. 

Me acerqué al BDSM 

Mi amigo de Facebook era amante del BDSM y me confesó que sentía placer al sentirse esclavizado y humillado. Me pidió probarlo con un rol básico de Ama y Sumiso, me prometió no hacerme daño y que, si me gustaba la experiencia, podía enviarme “unos vídeos” para profundizar en el tema. No consideré el futuro, pero en el presente acepté. 

Mi primer encuentro fue nivel dummie total: aproveché para ahorrarme el fisioterapeuta y mandarle a hacerme masajes por todo el cuerpo, ¿qué más podía pedirle? No se me ocurría. Pero bueno, ese fue solo el principio.

Roles: ama y sumiso

Parto de la premisa de que hablo desde mi propia experiencia. No estoy informada del tema, no sé si es lo establecido en este tipo de prácticas o qué. Es lo que yo aprendí con este chico; de esta manera, perdón a todas aquellas personas que realmente sí que practiquen BDSM y no se vean 100 % reflejadas. 

Vi los vídeos que me envió y volví a quedar. Él estaba más tranquilo, pero ahora la nerviosa era yo. No me pidió nada raro, más allá de que vistiese con prendas de cuero y zapatos de tacón; así lo hice, y desde la cena ya lo noté cachondo perdido. 

En esta ocasión, sí que empezamos a darnos el lote desde el ascensor, aunque fue porque YO se lo ordené. Esta vez, me pidió “ser mi puta” y que se lo repitiese. Yo tenía que decirle “eres mi puta”, yo a él…, yo, que soy abolicionista. Intentaba ponerme lo más seria posible, pero me entraba la risa tonta. Él me lo perdonaba, porque era su Ama. 

De puta a perro

Vale, quizá no habré sacado matrícula de honor en BDSM, pero él parecía satisfecho al menos con mi implicación. La siguiente petición ya me tiró un poco para detrás: quería ser mi perro. Me pidió echarle de comer en un comedero, que lo pasease por la casa con correa, lamerme los pies, sentarnos en el sofá y acariciarle. Lo siento, pero a mí eso no me ponía en absoluto. 

De perro a dildo ¿o trío?

De la movida del perro, pensé que no me reponía, pero lo hice. Hice un esfuerzo enorme por empatizar con sus gustos sexuales y aprender de todo esto, pero llegó un día en el que me invitó a ponerme un dildo. En resumen y sin tapujos, quería que le diese por culo. Insisto en que me parece genial, que no lo juzgo, pero a mí el asunto me incomodó un poco. 

Cabe añadir que nunca me obligó a nada, pero sí sugería: “¿Y un trío?”. Me dejaba elegir al otro chico, le daba igual: él quería catar polla, ya sea de plástico o de verdad. Me dijo que sentía la necesidad de que “lo violasen” y ahí ya me dio ¿asco? No sé, me generó mal cuerpo. Lo rechacé. 

La gota (de pis) que colmó el vaso

Me tomé un tiempo sin verle y, aunque continué hablándole, sí que me preocupé en meter un poco de tierra de por medio. Él me rogó perdón, estaba arrepentidísimo y me pidió quedar para hablarlo en persona. Mi versión adulta dijo: “Va, hablemos las cosas”. Y volvimos a quedar (en su casa). 

Me contó que hacía tiempo que no mantenía relaciones sexuales con nadie antes de mí, ya que sus gustos eran un poco “especiales”. Las parejas con las que había estado no compartían su visión del sexo y él se aburría de hacer “siempre lo mismo”. Necesitaba esa práctica en su vida y yo parecía haberle entendido. Fue una velada estupenda; de charleta profunda, como siempre. 

En un momento dado, me disculpé para ir al baño. Él me preguntó si tenía ganas de hacer pis; sonreí, incómoda, y él agregó si podía hacerlo encima suyo. 

 

Me fui. Cobarde, con el rabo entre las piernas (y la vejiga llena), pero me fui.

 

Anónimo

 

Envía tus vivencias a [email protected]