No he salido de viaje en el último lustro. Bastante antes de la pandemia, una escapada corta por España. Ahora, tiempo después, me animé a coger un avión y a meter kilómetros de por medio, siendo una de las peores experiencias que he vivido jamás.

Tengo un perro. Tenía. Era un miembro más de la familia. Mi perro estaba por encima de muchísimas personas, era un “hermano peludo” para mis dos hijas. Mi marido y yo estuvimos tentados de llevárnoslos de viaje, pero consideramos que tantas horas de avión podrían suponer un estrés para el animal, que además debía viajar en bodega por protocolo de la compañía aérea. Lo dejamos en casa, bajo los cuidados de mis padres que, fue subirnos al avión, y olvidar que se habían comprometido a ayudarnos con el animal.

Es un perro: tiene que salir un par de veces al día de paseo, al menos. El primer día, ok; el segundo ya fueron solo por la noche. “El trabajo”, “Los recados”, “No tengo tiempo”. De ahí pasaron a “Le dejo la comida puesta y agua y así no tengo que venir todos los días”. Y yo a miles de kilómetros.

Empecé a buscar alternativas, mientras intentaba “disfrutar” del viaje. Ya no por mí, sino por no aguarle la fiesta a mis hijas. Llamé a amigos e intenté ponerme en contacto con vecinos, pero mis padres tenían las llaves de casa y era imposible quedar con ellos.

El perro enfermó

Mi padre, dándome gritos al otro lado del teléfono, me despertó (cambio horario) diciéndome que el perro estaba muy mal y que él no tenía tiempo para llevarlo al veterinario. No comía, no se movía… y habían vómitos y “mierda” por todos lados. “A mí no me gustan los animales, por eso no tengo”, me decía. “Si tanto lo quieres, vuelve”, repetía sin cesar. “Yo no pienso llevarlo al veterinario, ¡no es mi problema!”. A pesar de los Bizum, el llanto y la súplica, mis padres no llevaron el perro al veterinario.

Fue mi vecino el que, asaltando mi vivienda con mi autorización, consiguió entrar y llevar el perro al veterinario.

Pero fue demasiado tarde

El vecino fue el que se pasó mil horas en el veterinario, adelantó el dinero y acompañó a nuestro perro hasta el último momento. Una persona con la que cruzo una vez a la semana y con la que intercambio un saludo cordial. No sé en qué trabaja, no sé en qué invierte su tiempo libre ni qué dramas puede estar atravesando… pero, aunque fue demasiado tarde, se convirtió en ese ángel que hizo lo posible por ayudar a mi perro y estuvo a su lado cuando yo no pude. Incluso, se encargó de darle sepultura en una finca de su propiedad, a la que nos invitó una vez aterrizamos en casa.

Ahí lo conocimos, supimos dónde trabajaba y en qué invertía su tiempo libre. También compartió sus dramas, que eran muchos y dolorosos.

Perdí a mi familia, porque jamás les pienso perdonar su comportamiento egoísta. Perdí a mi perro, que me dejó el corazón hecho añicos; pero la vida nos envió al vecino del saludo cordial.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.