He crecido en un ambiente muy católico, mis padres siempre fueron muy religiosos. Nos bautizaron a mí y a mis cuatro hermanos, todos hicimos la comunión y confirmación. Por supuesto que fuimos a un colegio de monjas, las niñas, claro. Mis hermanos hombres fueron a un colegio de curas, y de ahí, directos al seminario. Íbamos a misa todos los domingos, y participábamos en otras actividades que organizaba mi parroquia. Tuve una infancia muy feliz, familiar y cristiana. Mis padres también estaban encantados conmigo, pues yo era la hija ideal que sacaba sobresalientes en el colegio y no salía nunca de fiesta. Hasta que llegué a la universidad. 

Salir de mi ciudad y conocer a gente nueva me abrió los ojos. Descubrí que había cosas más allá de las tardes de catequesis y de dedicarse a la familia.
Empecé a salir de fiesta, a pasar noches charlando con personas súper interesantes, sintiéndome libre de hacer lo que me apeteciera.


Pero no todo era tan bonito como pintaba. Cuando mis padres vieron que empezaba a llevar una vida un poco más «liberal», se preocuparon muchísimo. Empezaron a controlarme más, me preguntaban a todas horas qué estaba haciendo, y si no les respondía algo como que estaba estudiando o dando un paseo con mis amigas, se montaba un drama. Así que empecé a mentirles y me fui independizando de ellos poco a poco. Aun así, quería a mi familia y quería que formaran parte de mi vida.

Cuando conocí a mi primer novio, decidí contárselo con la idea de que lo conocieran en algún momento. Al principio mi padre no se lo tomó nada bien. Desconfiaba del pobre chico y de lo que haríamos al no tener supervisión. Vamos a ver, papá, con veinte años no me iba a dedicar a jugar al parchís con mi novio cuando podía llevármelo a mi habitación de la residencia a echar un polvo. Y es que, como os podéis imaginar, mi padre era de los que creían que había que mantener el celibato hasta el matrimonio. 

Como era de esperar, ese novio no me duró mucho tiempo. Después vinieron otros, los cuales no presenté a mi familia. Había decidido esperar a estar segura de que la relación iría hacia delante para llevar a cabo cualquier tipo de acercamiento pareja-familia. Hasta que hace tres años conocí a Rafa, un chico encantador, con el que llevo conviviendo dos años y con el que estoy a punto de tener un hijo. No lo esperábamos, no lo buscábamos, pero mi píldora falló y llegó la sorpresa. Y nosotros tan felices.

Problema: no estamos casados y Rafa es negro. Ya veréis la ilusión que le hace a mi padre. No es que sea una persona racista (bueno, un poco sí), pero no le hizo mucha gracia que su hija saliera con una persona de otro color, y menos que no se hayan casado aun, y menos que vayan a tener un hijo. Su niña perfecta, viviendo en concubinato concupiscente, directa hacia una vida de vicios y perdición.


Pues a ver ahora cómo le decimos que va a ser abuelo y que el nieto le va a salir más oscurito de lo que se imagina. Al final decidimos tomárnoslo con un humor, y entre Rafa, mi madre y yo, nos las apañamos para idear un plan y darle así la noticia a mi padre. Se nos ocurrió hacer una especie de baby shower, esas fiestas en las que se reúne la familia para desvelar el sexo del bebé y se tiñe todo de color azul o rosa según sea niño o niña, pero en este caso con algunas diferencias. Hicimos una comida íntima con mis padres, algunos de mis hermanos, Rafa y yo. Advertimos a mi padre de que teníamos que darle una noticia al final de la comida. Al acabar, le regalamos una caja llena de tabletas, bombones, huevos y demás figuritas de chocolate, todo con temática de bebés. Junto con esto, acompañaba un cartel que decía “Felicidades! Vas a ser abuelo!”.

Todos estábamos expectantes deseando ver cómo reaccionaba. Al principio no se lo creía del todo, nos preguntó varias veces si estábamos de broma. Cuando le convencimos de que era una realidad que pronto traeríamos un nuevo miembro a la familia, enseguida se emocionó y corrió a abrazarme. Además de que se partió de risa con la idea de la caja. Al final, fuera como fuera, iba a querer a su nieto por encima de todas las cosas. Y para nosotros, ver esa reacción por su parte, fue todo un alivio. Ya me ha comprado mil cosas para el bebé, y está contando los días (literalmente) que faltan para que nazca. Eso sí, el chocolate todavía no se lo ha comido.

Anónimo

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