Mi madre siempre me decía que solo cuando tuviese hijos sabría lo que duelen.

Como con tantas otras cosas, una vez que los tuve supe que estaba en lo cierto.

Los hijos duelen.

Son fuente de grandes alegrías, pero, en algunas ocasiones, también de los mayores sufrimientos.

Al menos en mi caso particular, no ha habido nada que me haya dado tanto como mis hijos. Tanta felicidad y tanto dolor.

Cuando eran pequeños había más de lo primero que de lo segundo. Pero cuando mi hijo menor llegó a la adolescencia, entramos en una espiral descendente de angustia y padecimiento que no se la deseo ni a mi peor enemigo.

No supimos cómo ocurrió ni si hubo un desencadenante concreto. Cómo el niño dulce y amoroso que habíamos criado se volvía cada vez más lejano y oscuro. En algún momento, en los primeros años del instituto, algo se rompió entre nosotros y lo perdimos.

Se volvió esquivo, introvertido, borde y maleducado.

Empezó a suspender, a faltar constantemente. Tuvo que repetir dos cursos y a duras penas consiguió terminar la E.S.O. para poder matricularse en un F.P. que no terminó.

Imagen de Cottonbro en Pexels

Cuando cumplió la mayoría de edad se fue de casa y empezamos a tener problemas incluso para saber de él.

Trabajaba de repartidor en una pizzería y vivía con otros tres chavales en una casa de la que les echaron con ayuda de la Guardia Civil.

Perdió aquel primer trabajo y algunos más por ir fumado hasta arriba. Y otro por robar de la caja. Nos enteramos porque conocíamos al que era su jefe y en honor a nuestra vieja amistad no le denunció.

Pero al poco le sacamos del calabozo por otro delito, previo pago de una fianza que se llevó los pocos ahorros que teníamos guardados. Y que no solo no agradeció, sino que juró que haría lo que hiciese falta para devolvernos hasta el último euro y nos pidió que la próxima vez le dejásemos a él ocuparse de sus asuntos.

Quisimos ayudarle, pero no nos dejaba. Huía de nosotros como no lo hacía ni de la Policía. Si sabíamos dónde estaba y lo que le pasaba era porque, aunque poco y a veces mal, seguía en contacto con su hermana.

Hasta que un día regresó.

Volvió a casa después de meses sin saber de él. Estaba delgado, demacrado, sin un céntimo en la cartera y con el peso de todo por lo que había pasado durante los tres años que estuvo dando tumbos por ahí a la espalda.

Se presentó sin avisar y lo primero que nos dijo fue que lo sentía y que, si aún era posible, le gustaría aceptar la ayuda que tantas veces le habíamos ofrecido.

Se instaló en su antiguo cuarto y empezó un programa de rehabilitación gracias al cual, en pocos meses, recuperó el color en la cara y algo de carne sobre los huesos.

El chaval de aspecto horrible y permanentemente enfadado al que habíamos perdido la pista fue desvaneciéndose gradualmente, dejando tras de sí a un chiquillo encorvado y tranquilo que se parecía mucho más al niño que tanto amábamos.

Pero entonces salió el juicio y la posterior sentencia.

Imagen de Rodnae Productions en Pexels

Fue un robo con violencia que, de haber sido su primer delito, no le llevaría a prisión. Pero con antecedentes suponía una condena ineludible.

Así que ahora mi hijo está en la cárcel y así es como he aprendido a gestionarlo.

Fue uno de los golpes más duros que nos hemos llevado en la vida y, al principio, simplemente monté en cólera. La emprendí con nuestro abogado y consulté a unos cuantos más porque me negaba a creer que no se pudiese hacer nada para evitar el ingreso en prisión.

No era justo, no podían hacerle eso precisamente cuando empezaba a recuperar la ilusión y a encauzar su vida.

Me ofusqué tanto, que no me di cuenta de que él lo había aceptado mucho mejor que yo hasta que él mismo me pidió que parase.

Mi hijo se había resignado, conocía las posibilidades y había asumido lo que iba a ocurrir. Más que eso, sentía que era lo correcto.

Solo cuando me explicó que pagar por sus errores de ese modo le ayudaría a sentir la deuda saldada y que lo necesitaba para trazar una línea de salida y empezar de nuevo desde cero, cejé en mi empeño y cambié mi actitud.

Pero una cosa es asumir que iba a ocurrir, y otra bien distinta es no sufrir por ello.

Los meses previos al ingreso fueron una condena en sí mismos.

Por más que él se mostrara tranquilo, paciente e incluso hiciera bromas sobre el asunto a menudo, yo no podía dejar de pensar en ello. Ni siquiera por las noches, pues las pesadillas sobre su futura estancia en la cárcel eran diarias.

Por otro lado, y aunque me cueste admitirlo, me mataba la vergüenza. La vergüenza a la reacción de la gente, a las habladurías… Ya no solo por el miedo a sentirme señalada como la madre del chaval que está en la cárcel, sino por él. Porque me duele en el alma que esto lo acompañe el resto de su vida y que el estigma de haber pasado un tiempo en prisión lastre su existencia.

Y, por si todo lo demás fuese poco, está también la culpa.

Me siento culpable, siento que pude hacer más y no lo hice. No supe.

Pienso todos los días qué fue lo que nos llevó hasta aquí y qué pude haber hecho. Qué podría cambiar si tuviese una máquina del tiempo para impedir que mi niño terminase así.

Sé que es tarde, que ya ha sucedido y que lo de volver atrás es imposible. Pero aún así pienso en ello constantemente.

Especialmente en días como hoy, en los que voy a visitarlo.

Ese ratito en que le veo y noto cómo se esfuerza en aparentar que está tan bien como si fuera a verlo en medio de un campamento de verano.

Pero sé que no es así, no me puede engañar. Aunque no es menos cierto que podía ser mucho peor, que sigue limpio, está sano, formándose, haciendo planes y a puntito de obtener el tercer grado.

Y, después de hablar ese rato con él, la vergüenza se vuelve el menor de mis problemas y comprendo que han sido sus actos y sus decisiones las que le han llevado hasta ahí. Que yo pude haber actuado de mil maneras, pero ahora lo único que puedo hacer es lo que estoy haciendo: estar a su lado en cada paso del camino.

Así que me doy con un canto en los dientes, cuento los días que faltan para tenerle en casa y rezo a todo lo que sé para que pueda tener una vida plena y feliz desde el mismo instante en que recupere la libertad.

 

Anónimo

 

Envíanos tus vivencias a [email protected]

 

Imagen destacada de Suzy Hazelwood en Pexels