La clase de mi hijo se fue de excursión de fin de curso a una granja. Una muy grande en la que hay varios tipos de ganado, pollos, gallinas y una especie de zoo rural. Los niños volvieron encantados de la vida con las actividades. Habían recogido huevos, hecho queso y hasta traían un bollito de pan amasado por ellos mismos. Es una de estas experiencias inmersivas y multidisciplinar que siempre es un éxito. Y a mi hijo le marcó, doy fe, aunque no por los mismos motivos que al resto de sus compañeros. No me di cuenta en ese momento. Aunque es verdad que noté que él no bajaba del bus tan exultante como los otros chavales, lo achaqué al cansancio tras todo el día corriendo de acá para allá. Él mismo reconoció que estaba agotado e incluso se quedó dormido en el coche de camino a casa. Así que no me preocupé.

Fue unos días más tarde, estando ya de vacaciones, cuando empezó a hacer preguntas raras durante las comidas. Preguntaba cosas sencillas como ‘¿esto lleva carne?’ o más complicadas como ‘¿a las gallinas les duele poner huevos?’. O si tal cosa venía de un animal, si los peces podían reconocer a las personas… Se planteaba cosas extrañísimas.

Le pregunté a qué venía todo eso y tirando del hilo llegamos al fondo del asunto. ¿Y cuál es el asunto? Pues que mi hijo ha decidido ser vegano con 10 años. No por una cuestión de modas ni por influencia de otros. De hecho, él no usó esa palabra para definirlo. Simplemente me dijo que no quería comer nada de origen animal. Que no quería nada que se obtuviese haciendo sufrir a pobres animales indefensos.

La verdad, me fue muy complicado rebatir sus argumentos. Pero lo intenté. Traté de explicarle que el ser humano criaba animales para alimentarse, que no era una actividad cruel, sino que… funcionaba así. Y él, con sus palabras, me dijo que no porque se hiciera así se estaba haciendo bien. Y que, si hubiera visto lo que él vio en la granja, estaría de acuerdo en que era horroroso. Tras varios argumentos bastante cuestionables por mi parte, el niño me calló la boca con el suyo. Me preguntó cómo me sentiría si nos invadieran unos extraterrestres gigantes que nos atraparan y empezaran a criarnos en masa. A encerrarnos en jaulas minúsculas y oscuras y a tenernos allí mientras nos engordan a base de pienso hasta que llegue el momento óptimo y nos maten porque la carne humana forma parte de su dieta. Porque sí, porque son más grandes y porque pueden y porque les da la gana de hacerlo aunque tengan otras mil alternativas para alimentarse.

Pues no me sentiría nada bien. Así que no pude más que aceptar la nueva condición de mi hijo. Confieso que me costó y aún me cuesta. Que incluso hablé con su pediatra para consultarle si la dieta vegana podía ser de algún modo perjudicial para un niño de su edad. Porque, la verdad, soy una ignorante total en ese sentido. O, bueno, lo era.

Ahora estoy bastante más puesta. La dieta vegana de mi hijo ha alterado la de toda la familia, aun cuando los demás no la seguimos de forma tan estricta como él. Hemos abierto la mente, hemos cambiado de actitud y, en el caso de los adultos, hemos aprendido un montón. Ahora todos comemos mucho mejor. Tomamos mucha más fruta, verduras y legumbres y mucha menos carne roja o lácteos, por ejemplo. Normalmente cocinamos dos menús, uno ‘normal’ para mi marido, mi hija mayor y para mí. Y otro 100 % vegano para el niño. Pero en muchas ocasiones todos comemos lo mismo que él y, para nuestra sorpresa, sin protestar.

Admito que muchos días pienso que menudo coñazo esto de que se nos haya hecho vegano. Porque no estamos acostumbrados, porque he tenido hasta que estudiar y aprender recetas nuevas. O porque ahora tengo que prepararle el almuerzo a diario, ya que el comedor del colegio no ofrece opción vegana. Sin embargo, cuanto más tiempo pasa, más fácil me parece y más ventajas le veo. Como decía, al principio fue un shock y tenía la esperanza de que fuera una fase rara que se le pasaría tal como vino. Hoy por hoy, ya no estoy tan segura de que se le vaya a pasar. Y tampoco me importa que no lo haga.

 

Fátima

 

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