Buff, cómo odio la Navidad.

Menos mal que ya ha pasado porque me pone mala. Odio las fiestas, las compras, el estrés, las comilonas y hasta las luces de colores. Pero tengo que disimular y llevar esta procesión exclusivamente por dentro. Porque tengo un hijo pequeño y es lo que me toca. Aguantar el chaparrón y esperar a que escampe. Al menos mientras tenga ilusión, porque en cuanto sea consciente de lo que hay, yo me bajo de este carro y vuelvo a ser el Grinch que siempre he sido.

Qué ganas de dejar de fingir y de mantener la farsa de Papá Noel y los Reyes Magos, incluso cuando en esta familia todo el mundo es más de los segundos. Qué ganas de que el niño entienda el esfuerzo que hacemos todos para que él tenga algo que abrir el 6 de enero. Porque cada año vamos a peor. Por más que intentamos que no tenga chorrocientos regalos, que tratamos de coordinarnos con la familia y eso, nada, no hay forma de evitar que termine abriendo una docena de paquetes. Y como a él cada año se le va más la pinza, tuvimos que tomar cartas en el asunto para que no vuelva a ocurrir. Porque este último mi hijo pidió una lista de 100 cosas a los Reyes y le dimos un escarmiento con el que espero que la situación no se repita las próximas fiestas.

 

La primera vez que vi la interminable lista que con tanto ahínco había redactado, intenté ser paciente y comprensiva. Le dije al niño que eso no estaba bien, que era una exageración y que redujera la lista a 10 artículos, para que entre ellos los Reyes pudieran elegir qué 3 o 4 le traían. El niño me dijo que no iba a quitar nada, alegando que siempre le traían todo lo que se pedía y que para eso eran Magos, para poder traerle 10, 50 o 100 cosas si él las pedía y se había portado bien. Como yo no tengo paciencia, me marché y le pedí a su padre que intentara hacerle entrar en razón. Cuando vimos que él tampoco lo conseguía, decidimos que igual era el momento de darle una lección. Pero para ello teníamos que involucrar a sus majestades, claro, porque se supone que nosotros no pinchamos ni cortamos en esta movida. Le reiteramos a nuestro hijo que esa carta era una barbaridad egoísta y desproporcionada y no volvimos a sacar el tema.

Así que la mañana de Reyes el niño se levantó a las 7 de la mañana, fue corriendo al salón y se lo encontró prácticamente desierto. Bajo el árbol había un paquete y una carta. El paquete era un juego de mesa que no formaba parte de su extensa lista. Y, en la carta, los Reyes Magos le explicaban a mi hijo que lo que la bolsa con sus regalos era tan grande y pesada que los camellos se habían negado a llevarla. Que había decidido hacer fracciones pequeñas para repartirlas al final de la noche con los niños que solo se habían pedido una cosa. Además de que, con tanto reparto, al final habían olvidado guardar al menos uno para darle a él. Pero que no se preocupara, que, aunque no lo había pedido, le dejaban un regalo para disfrutar en familia, porque ellos ya saben por experiencia que los regalos para jugar con los tuyos son los mejores.

Añadieron una posdata: Si tenemos tiempo vamos a intentar dejar alguna cosilla más en las casas de aquellos que siempre nos piden algo para ti, pero, por favor, no vuelvas a hacernos esto, que nos hemos llevado un disgusto y tenemos muy molestos a los camellos.

Seré sincera, una parte de mí estaba convencida de que nos iba a pillar y se iba desmontar el tinglado de una vez. Pero no fue así.

Mi hijo leyó la carta, la leyó otra vez, le echó un vistazo desdeñoso al juego de mesa y, como es orgulloso como su madre, no dijo ni esta boca es mía. Nos preguntó si jugábamos una partida y luego se dio con un canto en los dientes cuando fuimos a casa de los abuelos y allí le entregaron algún regalillo más.

¿Lección aprendida? Lo sabremos el año que viene.

 

Anónimo

 

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