Vaya marrón, amigas. Estoy metida en un jardín, de los infectados por la plaga “ni-ni”. Ni estudia ni trabaja ni tiene oficio ni beneficio. Así es la hija de mi difunto marido que, por el amor y respeto a nuestros años de relación, mantengo tras su muerte.
Mi marido y yo nos conocimos “de vuelta” de la vida. Cada uno tenía su pasado, pero decidimos compartir nuestro presente con grandes ilusiones puestas en el futuro. Un futuro que, por desgracia, se truncó demasiado pronto. Una enfermedad, un maldito cáncer, se lo llevó en cuestión de meses después. Él murió poco antes de cumplir la década a mi lado, dejando huérfana a su hija, una “niña de 30 años”. Su exmujer, madre de la criatura, también había fallecido. Años atrás, cuando la cría era un bebé, ambas sufrieron un accidente de coche que resultó con la fatídica muerte de la mujer. La niña resultó ilesa y, desde entonces, se convirtió en el talón de Aquiles del que años más tarde resultó siendo mi esposo.
Esa niña era todo su mundo. Lógico, lo sé, pero optó por un tipo de crianza que la convirtió en una “buena para nada”. Dependiente, caprichosa, de pataleta en pataleta a pesar de su edad. Vivía con nosotros y nos hacía el día a día imposible. Portazos, protestas. Su cuarto era lo más parecido a una granja, al área de vertidos de estiércol de una granja. La peste a marihuana intoxicaba el ambiente de toda la casa. Eso cuando no lo transformaba en un lupanar donde mantener los encuentros sexuales con sus conquistas de Tinder.
Y sin trabajar ni, en su defecto, estudiar. Pasaban los días, los años, y la muchacha lo único que hacía era gastar y gastar dinero, al ritmo que aumentaba los decibelios de los gritos con los que expresaba sus exigencias.
El ultimátum
Adoraba a mi marido. Sin embargo, en torno a los cinco años de convivencia, le supliqué que tomara cartas en el asunto. Mi criterio era totalmente inválido para ella: “No eres mi madre”, “Eres la puta de mi padre”, y otros comentarios despectivos de la misma índole. Era el padre el que tenía que tomar cartas en el asunto. Y lo hizo. Tardó. Tardó casi dos años, pero consiguió “echarla”. No consiguió convertirla en una adulta funcional, pero al menos la sacó de casa.
La pagó una habitación en un piso compartido, con los gastos incluidos en la mensualidad, y cada mes le ingresaba un dinero en su cuenta para que pudiese hacer frente a su falsa independencia. A veces, incluso, hasta le hacía él la compra y se la guardaba en la nevera o le traía la comida preparada en tuppers desde nuestra casa. No me pareció una gran solución; no obstante, era una solución. Sea como sea, me había librado de compartir techo con ella.
Cuando su padre enfermó, noté un cambio en su actitud. No supe si motivada por el miedo a perder su única fuente de ingresos o porque de verdad sufría por amor filial. Parecía más centrada, menos juerguista. Si bien no logramos que se sumergiera en la vida laboral, estaba pendiente de su padre y presente cuando se la necesitaba. Además, su relación conmigo empezó a fluir y llegué a considerarla como una amiga.
Él murió y ella se hundió. Me sentí fatal. Era una “niña de 30 años” que no había conocido a su madre y que había perdido a la única persona que parecía preocuparse por ella. Me invadió la responsabilidad y decidí afrontar los gastos de la chica, confiando en que espabilaría en algún momento. No ha sido así. Ha vuelto al pasado.
Vuelve a ser la contestona y malcriada niñata que solo se comunica con insultos. Aunque mi marido me dejó el usufructo de su vivienda, yo se la cedí de buena gana a ella, recuperando una de mis propiedades en alquiler para disposición personal. Ella se mudó a la casa familiar y pronto hará dos años que la mantengo pasándole dinero cada mes. No tenemos trato. No quiere tenerlo. Le ingreso el dinero religiosamente y rezo, cada día de mi vida, porque encuentre el camino y no aparezca como titular en las noticias.
Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.