Cuando me fui a vivir con mi novio lo hice siendo muy consciente de que había muchas cuestiones en las que podíamos chocar: el orden y la limpieza, los horarios de las comidas, la organización del ocio y del tiempo libre…lo que no me esperaba para nada era que fuese tan agarrado.

Sí que he sabido desde el principio que mi suegra ha sido siempre muy ahorradora para según qué cosas, y digo para según qué cosas porque no le ha importado nunca comprar los garbanzos más baratos o los yogures a punto de caducar (por poner un ejemplo) con tal de que no le falte para ir al menos un par de veces al mes a la peluquería y a hacerse la manicura, cuestión de prioridades, digo yo, aunque tampoco es que le haya faltado nunca de nada. Lo que no me imaginaba era que mi novio hubiera sacado esa costumbre de su madre pero multiplicada por mucho: por ejemplo, cuando empezamos a vivir juntos compraba siempre un papel higiénico tan malo que mis intimidades acababan siempre llenas de pelotillas de lo más incómodas, aparte de deshacerse con tanta facilidad que por fuerza tenía que utilizar más papel de lo habitual, y encima se rebotaba porque decía que gastaba demasiado. Y todo por ahorrarse unos céntimos, que no es que sea yo de culo delicado, pero el que era inmediatamente más caro costaba unos 30 céntimos más y tenía mejor calidad.

Luego estaba la cuestión de la temperatura: ni calefacción ni aire acondicionado. Cierto es que nuestro piso en verano no llega a caldearse demasiado, pero en lo más crudo del invierno es gélido como la coronilla del Yeti, problema que él resolvía poniendo una vieja estufa de parafina que había que apagar al poco rato para que no estallara. Claro, el cacharrito en cuestión te hacía el apaño mientras estuvieras en el salón, pero pobre de ti como tuvieras que moverte a alguna parte, y no hablemos de ir al lavabo, que yo he llegado a tener contracturas en la espalda de encogerme de frío. Para las compras en general os podéis imaginar: ¿Yogures? El pack ese de 16 yogures de sabores de los que la mitad no nos gustan porque están de oferta por fecha de caducidad próxima, ya los aprovecharemos para hacer bizcocho. ¿Carne y pescado? Igual, si hay oferta de pechugas de pollo pues a comer pechuga de pollo prácticamente la semana entera, y el pescado porque lo compré yo un par de veces congelado para mí, ya que él decía que no le gustaba…hasta que lo pagué yo, que ahí ya te digo yo que le gustó. Y a mí me daba rabia, porque mientras que él cobraba (y cobra) un buen sueldo más kilometraje y talleres que imparte aparte y que le pagan mejor que bien, yo tenía (y tengo) un sueldo muy muy precario con el que hacer malabares entre pagar mis estudios, mantener a mi perra y aportar a la economía familiar. Mientras yo tenía que ahorrar para comprarme si me hacía falta un jersey o unas botas, él se gastaba lo que ahorraba en figuritas de colección y ropa de marca. 

Hasta que un día, tras gastar el último rollo de papel higiénico en llenarme el chichi de pelotillas, tomé una decisión: iba a comprar papel higiénico pero sólo para mí, no el mejor del mercado, por supuesto, pero sí algo decente. Y yogures de stracciatella, que llevaba tiempo con el antojo y al final me cortaba de comprarlos porque mi novio me hacía sentir poco menos que una manirrota.

Y así hice.

Claro que dejé que mi chico utilizase el papel una vez o dos, pero cuando me comentó que qué guay el papel ese que había traído le contesté que sí, pero que ese papel sólo iba a utilizarlo yo, que iba a ver cómo cundía más un pack de 6 rollos que el de 12 que compraba él. Y al principio se lo tomó a cachondeo, pero aunque yo al principio lo había dicho medio en broma, se me ocurrió que no era tan mala idea. Además de eso empecé a poner la calefacción para caldear un poco la casa pero sólo cuando estaba sola, eso sí, pagando el aumento de consumo de mi bolsillo. Y me compré un secador de pelo estupendo que no le dejé ni oler, ya que también me solía tirar pullitas si yo utilizaba el suyo, que aunque funcionaba bien estaba más viejo.

Claro que esto desembocó en ‘’la conversación’’, esa que yo había tratado de tener con él tantas veces y que él había rehuido porque le parecía una tontería: empezó admitiendo que cundía más el papel que yo había comprado al tener que gastar menos y que igual tenía razón y merecían la pena esos céntimos de más; eso sí, me echó en cara que no quisiera compartir mis cosas con él. Claro que yo me esperaba esa reacción por su parte, pues llevaba mucho tiempo sintiéndome dolida por el hecho de que a él pareciera sentarle mal que yo utilizase cosas suyas y que no tuviera en cuenta para nada mi criterio y mis gustos a la hora de comprar en pos siempre del ahorro. Necesitaba que entendiera que para mí, mis cosas eran suyas en el sentido de que no necesitaba pedir permiso para coger algo que hubiera comprado yo, pero que desde que nos habíamos ido a vivir juntos me sentía una extraña en mi propia casa, como si no tuviera derecho a opinar sobre lo que se compraba o a disponer de ello sólo por tener un trabajo más precario y compaginarlo con mis estudios, de los que también me quitaba tiempo para hacerme cargo de tareas domésticas. Por supuesto que entendía y entiendo las ventajas de ahorrar, además que nunca he sido una persona especialmente derrochadora, pero coño, de ahí a cortarnos de comprar puntualmente unos yogures o de limitar nuestro consumo de carne o pescado a que hubiera o no ofertas, me parecía pasarse.

Y queridas, ocurrió lo que no me esperaba…¡me dio la razón! Cierto es que había tenido que adoptar una táctica quizás un poco exagerada para que se diera cuenta, pero entendió mi punto de vista y desde entonces las cosas han cambiado mucho: si hace mucho frío ponemos la calefacción un rato, solemos hacer la compra juntos y decidir de mutuo acuerdo, comemos de todo un poco y sobre todo ya no se me llena el chichi de pelotillas. Y no, no gastamos tantísimo más, simplemente aplicamos el criterio calidad-precio y vivimos ambos mucho más contentos.

Anónimo

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