Mi padre era un señor alegre y despreocupado, la típica persona que contagia de energía positiva a los que le rodean y que no quiere perderse un buen jolgorio.  El alma de la fiesta, vamos.

Es lógico, pues, que minimizara o directamente evitara el contacto con lo conflictivo y doloroso de la vida, e intentaba que así fuera también para sus personas queridas.

Por eso todo ocurrió así y consiguió que sus hijos no fuésemos capaces de ver que realmente se estaba muriendo.

Tardó tiempo en confesarnos, a mis hermanos y a mí, que le habían diagnosticado un cáncer en estado bastante avanzado y lo hizo usando todo tipo de argucias: primero nos contó que le tenían que ingresar por unas piedras en el riñón en lo que sería una intervención menor.

Nosotros íbamos a diario al hospital pero nunca se nos ocurrió hablar con los médicos, creyendo y confiando en su versión. ¿Cómo se nos iba a ocurrir que no nos dijese la verdad?

Al poco de esto, nos reunió en su casa tan solo tres días antes de la operación en la que se le iba a extirpar directamente el órgano afectado.  Nos lo contó como si nada, casi entre chistes y diciendo que se le había garantizado que en cuanto le diesen unas pocas sesiones de quimio se encontraría como nuevo, y asunto arreglado.

Recuerdo cómo llegó a convencer a mis hermanos y salieron de allí tan tranquilos. Tuve que ser yo la que, entre lágrimas, les abriera los ojos en una conversación posterior explicándoles a qué entendía yo que se estaba enfrentando exactamente.

El mismo día de la operación, con todos reunidos en la sala de espera del hospital, nos enteramos de que la situación era mucho más grave y que había un 50% de probabilidades de que no saliese del quirófano por sus patologías previas. La intervención duró varias horas y, para nuestra alegría y tal y como él nos había vendido, no solo salió adelante sino que su recuperación fue bastante rápida y a los pocos días, ya estaba en casa de nuevo.

 

 

A partir de ahí, comenzaron los ciclos de quimio, radio y revisiones.  Él nunca nos dejaba entrar con él a sus citas médicas. Permitía que le llevásemos y recogiésemos pero no que permaneciésemos con él en los distintos tratamientos.

De vez en cuando, conseguíamos acompañarle a la consulta con el oncólogo, pero la información que recibíamos allí siempre fue bastante ambigua (hoy en día, pensamos que él ya había expresado abiertamente su deseo de que no supiésemos demasiado).

Su aspecto empezó a desmejorar, pero nunca se le llegó a caer el pelo y él presumía de eso como falsa prueba de su buen pronóstico. Siempre fue un hombre delgado, pero llegó a estar prácticamente en los huesos y lo justificaba afirmando que era debido a los efectos secundarios y que en poco tiempo recuperaría todo su peso.

Seguíamos llevándole y recogiéndole del hospital y él continuaba contando maravillas de los resultados de los tratamientos y minimizando lo que estaba pasando.

Aún así, todos éramos conscientes de a qué se estaba enfrentando y nuestra preocupación era evidente, pero nunca llegamos a estar preparados para ese final tan cercano.

 

 

Mantuvo su actitud y carisma hasta el último de sus días.  Por aquel entonces, había terminado de completar todos sus ciclos de quimio y radio.  Estaba extremadamente flaco, tomaba muchos calmantes para el dolor (el cáncer estaba ya metido en sus huesos pero los hijos, ignorantes aún, seguíamos creyendo en su versión de que esos malestares venían dados por los efectos secundarios que continuaba sufriendo).

Murió precisamente en el momento en que creíamos que iba a empezar a remontar, al acabar por fin los agresivos tratamientos a los que había tenido que ser sometido.

Le ingresaron de urgencia en el hospital un par de veces en las últimas semanas, más por tenerlo en observación ante pequeñas complicaciones que habían surgido que por otra cosa.

En cada una de esas estancias, su actitud seguía siendo la habitual: picaresca y risueña, aunque hoy sabemos que se moría de dolor.  Se recorría el hospital de estrangis, con la picardía de un niño que hace pellas del colegio, para salir a la terraza a fumar incluso con transfusiones de sangre en proceso, cargando alegremente con el aparato a cuestas.

Y de pronto, llegó aquel último ingreso.  Si hubiéramos sabido que le quedaban solo tres días de vida, hubiéramos estado allí a sol y sombra, pero nos volvió a convencer de que solo era un pequeño ingreso más, así que (con nuestras respectivas rutinas de trabajos e hijos) continuamos visitándole a diario con total normalidad y confianza en el proceso.

Hasta que uno de esos días en los que precisamente yo estaba en el coche camino de mi visita al hospital, recibimos la llamada de uno de los médicos avisando de que esas iban a ser sus últimas horas.

No dábamos crédito y, lógicamente, ya no nos movimos de allí, de su lado. Al menos, pasó esos últimos momentos acompañado y así llegó también al momento de su muerte.

Tuvimos, de alguna manera, oportunidad de despedirnos aunque solo fuera con nuestra presencia en esos instantes, ya que durante todo ese año no nos había dado pie a hablar seriamente de ese triste desenlace que él internamente era consciente que llegaría. Igual también había conseguido convencerse y engañarse a sí mismo.

Y se fue como había vivido, pasando de puntillas por encima de todo aquello que le sacase de su constante estado hedonista y feliz.  Intentando evitarnos por todos los medios la tristeza.  Aunque ya nunca más estuviera en sus manos, una vez ausente del todo…