He tardado mucho tiempo en poder compartir esta historia. 

Me ha supuesto mucha terapia y salir de una depresión, que ahora puedo sobrellevar siendo amable conmigo misma y sin castigarme por lo que pasó. 

Mi padre y yo nunca habíamos tenido una relación fácil. Él era de otra época, con unos pensamientos muy contrarios a como yo pensaba, y eso traía muchas discusiones en casa. Mi madre era todo lo contrario, una mujer complaciente que, ante nuestras discusiones, tendía a culparme a mi por provocar a mi padre y prácticamente me obligaba a pedir disculpas siempre. 

Esa tensión se fue cargando mi relación con mi madre, que no me apoyaba nunca y siempre me hacía ceder y rebajarme antes los comportamientos machistas de mi padre. Evidentemente también generó mucha rabia y rencor hacia mi padre, que siempre tenía que imponer a gritos y con tono amenazante su opinión. 

Para que os hagáis una idea, las peleas con mi padre eran por cosas como que un compañero de trabajo me viniera a buscar a casa para así compartir coche, que me fuese de viaje con mis amigos y en el grupo hubiera chicos, que quisiera estudiar una carrera que, según él, no me fuese a llevar a nada, que un día que no tenía que trabajar me levantase tarde y un largo etc. 

No llegué nunca a hacerles entender nada, ni a él ni a mi madre, así que a la que pude, me fui de casa. Me busqué un trabajo que, por supuesto no les gustó, me alquilé un pisito pequeño que me dejaba con muy poco sueldo a final de mes y empecé a vivir mi vida tranquila. 

Iba a verles algún fin de semana, sobre todo por mi madre, pero siempre eran todo reproches, críticas y comentarios hirientes por parte de mi padre. Así que dejé de ir. 

Unos meses después, las deudas se empezaron a acumular y no tuve más remedio que volver a casa de mis padres. Ahí empezó el infierno de verdad. 

Mi padre utilizaba cualquier momento para echarme en cara lo mal que me había gestionado, el ridículo que había hecho y cómo había tirado el dinero. Mi madre, por supuesto, siempre muda a su lado, sin intervenir. 

La situación se volvía cada vez más insoportable, cada día eran discusiones, reproches y malestar. Yo terminaba las noches con mucha ansiedad y llorando en mi habitación. Hablaba con mi madre, pero ella siempre me decía “ya sabes como es”. 

Un día, le grité a mi padre que dejara de tratarme así, le dije que era un mal padre y que pagaba toda su frustración conmigo. Que no me daba miedo y que ya no iba a dejar que me siguiera maltratando así. Como respuesta, me dio una bofetada tan grande que me tiró al suelo. Me levanté llena de rabia y me lancé sobre él, arañándole la cara y gritándole insultos. Mi madre nos oyó y vino corriendo y llorando, nos separó y, una vez más, empezó a echarme a mi la culpa de todo lo que acababa de pasar. No paraba de victimizarse diciendo cosas como “Es que por qué me hacéis esto” “yo solo quiero que os llevéis bien” “no os estoy pidiendo tanto”. Todo esto después de que mi padre me acabase de pegar, poniendo la guinda a toda una vida de malos tratos. 

Mi padre pegó cuatro gritos y dijo que se iba a la parcela, un terrenito que tenemos a las afueras en el que hay una cabaña y un huertecito al que solíamos ir los domingos. Dijo que no podía estar más tiempo conmigo en la misma casa y que hasta que yo no me fuera, él no volvería. 

Discutí con mi madre muy fuerte, le dije todo lo que pensaba de ella y que yo no estaba dispuesta a permitir que se me maltrate como ha hecho ella con mi padre toda la vida, le dije que iba a denunciar a mi padre por violencia doméstica y que no se preocupase que no me verían más el pelo. Me encerré en mi cuarto y no salí hasta el día siguiente, cuando mi madre picó a la puerta desesperada y llorando. 

Esa mañana, mi padre no contestaba al teléfono y mi madre, preocupada, había ido a la parcela a hablar con él. Se encontró a mi padre en el lavabo, sentado en la taza del váter, sin reaccionar. Llamó a la ambulancia y cuando llegaron le confirmaron que mi padre había muerto la noche anterior, de lo que parecía un infarto, diagnóstico que después confirmaría la autopsia. 

Después de eso, vinieron dos días de mucho movimiento, papeleo, tanatorio, avisar a familiares, visitas, condolencias… mientras yo estaba en shock. 

Mi madre y yo no hablamos del tema hasta una semana después. Yo tenía mucho miedo de que me culpase, una vez más, por todo lo que había pasado. Pero fue todo lo contrario. 

Por primera vez, mi madre me pidió disculpas. Me dijo que se sentía responsable por permitir que todo llegase tan lejos y que el último recuerdo que tuviese de mi padre fuera ese. Nos abrazamos llorando durante mucho rato y decidimos empezar a ir a terapia. 

Ella estuvo algo ida. La notaba como despistada, en piloto automático, iba haciendo su vida, pero como si solo fuera un cascaron hueco, le costó algo más de un año volver a reírse con ganas y empezar a hacer planes.

Yo tuve que lidiar con la culpa mucho tiempo. La que me habían impuesto siempre mis padres y la que me puse yo misma. Eso me provocó una especie de intolerancia a las discusiones y empecé a evitar los conflictos con todo el mundo, me volví complaciente, como mi madre, con tal de no discutir, porqué me generaba mucha ansiedad. 

Me costó bastante volver a ser yo y dejar atrás todo el rencor, para poder empezar a gestionar el duelo de mi padre y perdonarlo.

A día de hoy no le tengo rabia. He podido ver en él, el niño herido y el adulto asustado que no sabía hacer las cosas de otra manera que las que le enseñaron en su casa. Apoyo a mi madre todo lo que puedo y juntas estamos empezamos a levantar cabeza. 

 

Anónimo

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