Aquel momento en el que yo, joven y pueril, entré en el probador de un Strafalarius a probarme ropa (duh) como siempre había hecho, y no me cupo nada, pensé que se había terminado todo. Adiós, comprar en tienda física (y mucho menos en Cuenca). Adiós, poder vestirme con ropa a la moda, en vez de ropa de señora mayor. Adiós, a ser una chica de 18 años normal que puede “salir de compras” con sus amigas sin volver a casa con ganas de llorar fuerte. ADIÓS, MUNDO CRUEL.

Mucha gente me ha llamado exagerada, dramática y negativa. Lo de dramática vale, pero perdóname, NEGATIVA NO SOY. A día de hoy sigo entrando al Zara en rebajas como esperando encontrar algo que me quepa. SIN RESULTADOS POSITIVOS, OBVIAMENTE. Negativa no soy, a lo mejor imbécil sí, porque siempre me llevo la decepción de la vida.

Me acostumbré a comprar en tiendas on-line (todas ellas descubiertas aquí (HOLA, QUÉ TAL, OS QUIERO)), y así viví feliz, sabiendo que las tiendas físicas son algo así como una tortura para gordas inseguras como yo. Sabiendo que, en caso de que fuese  a una tienda donde por casualidades de la vida hubiese ropa más allá de la talla 42, sólo habría una pequeña sección. Una pequeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeña esquina en la tienda donde poder encontrar ropa de mi talla. Siempre más básica, siempre más cara que la ropa de “gente normal”.

Pero, un día, cuando ya me había acostumbrado a mi nueva vida, LA VI. UNA TIENDA FÍSICA PARA TALLAS GRANDES. La PRIMERA tienda física en la que los maniquís eran parecidos a mí, en que la gente como yo (joven y gorda) se podía vestir sin parecer recién salida del armario de su abuela. La primera tienda física que me hacía sentir bien, en vez de una minoría repudiada por la sociedad. Y ME VOLVÍ CREISI.

 

Así que, ahí estaba yo, con mi madre al brazo, mirándolo todo como cuando entraba por la puerta pequeña del Imaginarium. Como una niña chica, iba de lado a lado de la tienda tocándolo todo, sin miedo, sabiendo que me podría poner cualquier cosa si quisiera. Como si un mundo de posibilidades se abriera ante mí. Mi madre se me quedaba mirando como quien miraba a una fan loca de Justin Bieber en los early 2010’s, sin entenderlo nada, porque no sabía lo importante que era para mí escuchar de la boca de una de las dependientas: “No, verás, es que aquí la talla más pequeña que tenemos es una 42”. Pero eso para mí, era un mundo.

Al volver a casa, el hype se fue yendo poco a poco cuando me di cuenta de lo triste que había sido todo. Me había emocionado por entrar en una tienda donde la ropa me cabía, porque desde los 18 no me pasaba. Desde los 18 me daba miedo entrar en una tienda de tallas “normales” porque no quería mirar nada, sabiendo que no me lo iba a poder comprar. Desde los 18 me iba a mi pequeña esquina de la vergüenza sólo por estar gorda. A los 18 lloraba en los probadores cuando, en un gran alarde de positividad, me iba al probador de un Strafalarius con una L pensando que me cabría.

Ahora, a los 22, todavía lloro de rabia cuando pienso en lo pequeña que me siento cuando soy demasiado grande para el mundo. Y me sigue pareciendo triste.

Entre tanto, y mientras lucho contra la Sociedad así, en plan Millennial, teclado de ordenador en mano, me siento a pensar y joder, qué bonito fue el día en que, por primera vez en años, entré en un probador y sonreí de oreja a oreja.