Cuando era pequeña a muchos de mis amigos les regalaron un viaje a Disney por su Primera Comunión. A mí no, a mí me regalaron una Nancy muy chula y ropa y algo de dinero que me confiscaron mis padres. Es lo que tiene vivir en un hogar con una economía… ajustada. Vamos, que yo me di con un canto en los dientes y bien que disfruté de mi bonita muñeca y de la ropa nueva. Porque sabía bien cuál era nuestra situación y porque sabía de sobra que el viaje a Disney no iba a suceder jamás.

Lo que ocurre es que no por saberlo me gustaría menos haber podido tener ese pedazo de regalo. Y yo creo que de esa frustración infantil he tenido la espina clavada aun sin ser consciente de ello hasta que tuve a mis hijos. Bueno, hasta que tuve a mis hijos, los demás tuvieron los suyos y la mitad de nuestro entorno empezó a llevarlos de viaje a Disney.

Qué mala es la envidia, eh. Es feísima, pero tan fea como inevitable para algunos. Aaarg, quería llevar a mis niños a Paris a ver el parque, los escenarios, las atracciones, los personajes y toda la pesca. Todo, lo quería todo. Por ellos y por mi niña interior.

Así que, en cuanto el pequeño cumplió los tres años y consideré que la inversión merecería la pena, porque él también disfrutaría la visita al parque, empecé a ahorrar y hacer números. Y a convencer a mi marido, que a él lo de gastar en viajes pues como que le cuesta. Pensaba que esa sería la peor parte, pero me equivocaba. El problema no fue convencerle a él. De hecho, lo conseguí mucho antes de lo que había calculado. Él también creía que era una experiencia chula para los niños y, como nuestras vacaciones anuales desde que fuimos padres se reducen a diez días de camping, pues todo okey.

Cuando les dieron las notas en el cole, aprovechando que eran buenas en ambos casos, sentamos a los niños y les dimos la sorpresa: ¡nos vamos a Disney! ¡Viva!

Madre mía, qué emoción la mía, si hasta salté y chillé y todo. Sin embargo, los niños… ellos no se pusieron tan contentos. El pequeño (4 años va a cumplir en breve) empezó a preguntar qué era Disney, qué hay en Disney, cuánto se tarda en llegar a Disney. Y el mayor (9 años tiene el chaval) puso morros y preguntó cuántos días íbamos a ir, cuándo, si con su estatura podía subir a todas las atracciones, si les iba a obligar a ver los espectáculos, si eran muy pesadas las princesas… Y, lo más importante: ‘¿Al camping en verano vamos igual?’.

Claro, les dije que no. Que este año toca Disney y el que viene ya tocará camping otra vez, porque no se puede estar al plato y a la tajá. Pues resulta que mis hijos prefieren ir al camping al que vamos todos los malditos veranos, básicamente porque no podemos permitirnos otra alternativa, que ir a Eurodisney. Porque lo de salir al extranjero, subirse a un avión y meterse en semejante parque de atracciones está muy bien, pero no tiene nada que hacer contra su camping favorito. Mis niños no han dudado ni un segundo. Renuncian a esos cuatro días de hotel y magia en Disney, en favor de diez días de tienda de campaña, mosquitos y baños públicos en esa fecha en la que saben que van a ver a los amiguitos con los que siempre coinciden allí.

Al principio no me lo podía creer, pero la verdad es que ahora lo entiendo. Y casi lo comparto. Y, mira, aunque ellos eso no lo tienen en cuenta, repetir en el camping de marras nos sale mucho más barato. Es un win-win se mire por donde se mire.

 

Valeria

 

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