La verdad es que nunca he sido muy fan de la Navidad. Cuando era pequeña quizá un poco más que ya de adulta, aunque es cierto que las cosas cambiaron cuando tuve hijos. Con niños pequeños en casa es más fácil dejarse poseer por el espíritu navideño. El año que nació mi hijo mayor fue el mismo en el que mi marido y yo compramos nuestro primer árbol y las primeras figuritas del que sería un Belén de esos que te quitan el aparador del comedor durante un mes, porque este no dejaba de crecer cada temporada y el recibidor de la entrada no tardó en quedársele pequeño. Con eso y todo, debo reconocer que era su padre quien más tiraba por la Navidad. Era él quien sacaba la decoración la mañana del 6 de diciembre y quien compraba chocolate con churros para tomarlos mientras decidíamos quién se ponía con el árbol, el nacimiento o a colocar espumillón por todas partes. Fue también él quien insistió en mantener la ilusión en los niños todo el tiempo que fuera posible.

A pesar de que yo solo me dejaba llevar, lo cierto es que al final disfrutaba de estas fechas como la que más. Porque lo que me gustaba era verle a él y a los niños viviéndolas con esa intensidad que a mí no me salía, pero que de alguna forma era contagiosa.

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Y entonces, un terrible día del mes de marzo, mi marido falleció en un accidente de tráfico. No quiero extenderme con los detalles ni con la devastación que supuso perderle así, de golpe. Un momento todo estaba bien, al siguiente le habíamos perdido para siempre. Mis hijos se quedaron sin padre, yo sin el amor de mi vida. Supongo que no es necesario añadir nada más. El caso es que mis primeras navidades como madre viuda llegaron unos meses después, cuando aún estábamos muy lejos de superarlo. Realmente creo que no vamos a superarlo nunca, claro está, pero es que por aquel entonces yo todavía lloraba más días de los que no lo hacía. Y mis hijos, que tenían 12 años el mayor y 7 y 6 las pequeñas, seguían arrastrando un duelo que no sabían gestionar. Habían pasado nueve meses desde el fallecimiento de su padre, no estábamos para celebrar nada. Mucho menos unas fiestas que nos lo recordaban tanto.

¿Con qué ánimos nos íbamos a poner a decorar y a cantar villancicos? A mí me parecía imposible, además de dañino, incluso. Yo no tenía fuerzas ni para soportar los anuncios de turrón, se me hacía durísimo pensar en comprar regalos, en las reuniones familiares… Así que opté por fingir que la Navidad no existía. No les dije nada, no les pedí opinión. Me limité a seguir con nuestras vidas, sin importar si estábamos en diciembre o en junio.

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Mi hijo el mayor se unió a mi equipo, fueron las pequeñas las que dieron un paso adelante y, mostrando una madurez que ni sospechaba en ellas, nos dijeron a él y a mí que su padre estaría triste si supiera que ya no celebrábamos esas fechas. Añadieron que qué iban a pensar Papá Noel y los Reyes si llegaban y no había un árbol en el que dejar los regalos. Eran muy chiquitinas y acababan de perder a su padre, no me sentí capaz de arrebatarles también la ilusión. El mayor, que ya no creía en la magia de la Navidad, se obligó junto conmigo a darles el gusto y actuar como lo hubiéramos hecho de haber estado acompañados por quien tanto nos faltaba. Fue muy duro para nosotros, pero tampoco es que el día a día lo fuese mucho menos. Ignorar las fiestas no hacía que fuese más fácil. De modo que decoramos la casa. Hubo árbol, nacimiento, villancicos y comidas con el resto de nuestra familia. También hubo dolor y lágrimas, sin embargo, merecía la pena al verlas a ellas.

Esas primeras navidades fueron complicadas, tristes y extrañas. Y sé que las de este año no van a ser muy diferentes. Pero poco a poco iremos asumiendo que las cosas son así y que esforzarnos en disfrutarlas y en ser felices es el mejor homenaje que le podemos hacer.

 

 

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